22 oct. 2024

El atolladero

Desde varias vertientes, aristas y disciplinas podría analizarse el motivo por el que la mayoría de la población se desinteresa cada vez más sobre el devenir político y socioeconómico, circunstancia que ubica al entramado social como presa atávica de las altas decisiones, que cada vez más amplían la brecha entre quienes ya están mejor y los que apenas subsisten en el día a día.

Postulados sociológicos, apreciación sicosocial, estudios históricos y hasta aditivos filosóficos podrían participar de las razones por las que la herida sigue sangrando para una población que se mantiene indiferente, mientras la degradación es casi total y abarca un abanico de retrocesos: Libertades reprimidas, derechos pisoteados, contaminación ambiental, deterioro en el poder adquisitivo, caos y violencia cotidiana en las calles, olvido casi total de los reclamos tierra adentro, por citar los más angustiantes.

El cóctel entre el desencanto y la polarización pergeña un marco de intolerancia casi absoluto, en el que nadie escucha a nadie y solo aspira a imponer su verdad; mientras el barco se hunde sin alcanzar casi ningún consenso que encamine a lograr aunque sea algunos objetivos como país, donde el aporte de la sociedad civil, el sector privado y el estamento oficial brinden resultados positivos, antes que el tiroteo cotidiano y las discusiones bizantinas, que desvían la atención del foco primordial para salir del subdesarrollo.

La manida estrategia desde las altas esferas casi siempre aterriza por el lado del parche o la reacción mediante el shock o golpe de efecto inmediatista, dejando de lado un abordaje más abarcador y que busque destrabar los diferentes atolladeros con impacto beneficioso a mediano y largo plazo.

Así es que ante la escalada de violencia e inseguridad reinantes se propone desde el Gobierno solo más efectivos para las fuerzas del orden, más cárceles y presupuesto para entidades que poco y nada cumplen su función para revertir el esquema delictivo; pero no un plan efectivo de creación de empleo y capacitación constante, un programa de oportunidades para jóvenes que solo rumían frustración, o bien atención a la primera infancia, que en el futuro podría liderar transformaciones positivas.

Si surgen las voces disidentes, si se escucha en el éter alguna intención de arrojar luz ante el desbarajuste que genera la clase política –dispuesta siempre a la angurria por los fondos públicos y el mejor posicionamiento en la pirámide del poder– no tardará en gestarse el ataque inmisericorde ni el intento de cortar alas, propio de totalitarismos que buscan homogeneizar pensamientos.

Se alimenta así cada vez más el laberinto que imposibilita el andamiaje de políticas públicas proactivas y empáticas con la gente, que permitan mayor equidad y oportunidades de acceso a una vida mejor. Cuanta más participación social haya respecto de las decisiones del presupuesto público y más control se ejerce ante el poder, mejor les irá a todos, porque ya está probado en otras sociedades y a lo largo de la historia.

Para ello, obviamente, se precisa de más compromiso e involucramiento, de organización de bases y propuestas permanentes. Hoy en día resulta ello un espacio arrasado e infértil, no habiendo verdaderos líderes que se abstraigan de la realidad, generen ideas hasta disruptivas y busquen plasmarlas en aporte y solución. Casi todo está descabezado y dominan más el desinterés, la indiferencia y el individualismo.

La herencia que dejamos a las generaciones que nos sucederán es un cuadro tragicómico de paradigmas trastocados, el “mar de los sargazos” que Roa Bastos describió en Vigilia del Almirante, haciendo alusión al tiempo suspendido en que Cristóbal Colón se veía impedido de alcanzar tierra firme.

Las aspiraciones de bienestar seguirán de esa manera en las meras expresiones de deseo, adormiladas y embarradas en el inexpugnable atolladero.

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