Una de mis pasiones argentinas predilectas son las entrevistas de Rodolfo Braceli. Al contrario de la tendencia actual —que se regodea en el reportaje subjetivo y adjetivado—, Braceli acostumbra a preguntar y escuchar la respuesta. A transcribirla de esa misma manera, la que cronistas contemporáneos con ínfulas demasiado narrativas y literarias desprecian. Me recuerda un poco al tempranamente consciente del drama de la incomunicación, Henry David Thoreau, quien hacia 1854 afirmó que uno de los mayores elogios que le hicieron en su vida sin principio fue que alguien le preguntara su opinión y se tomara el tiempo de escuchar su respuesta. Tal vez por ello fue que Adolfo Bioy Casares dijo alguna vez: “Braceli me hizo el mejor reportaje de mi vida”.
Recordé al escritor y periodista argentino a propósito de los treinta años de la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida el 14 de junio de 1986. Braceli lo entrevistó varias veces entre 1965 y 1977. Luego de todos esos encuentros, encontró que existía un Borges que se colaba en medio de los otros que el mismo autor de Ficciones decía que existían: un Borges aparentemente ingenuo que opinaba sobre política, que tenía fuertes prejuicios raciales, “que se dedicaba a hacerle zancadillas al sentido común”.
En el reportaje titulado El tercer Borges, el de la palabra irreparable, recogido en 1996 en Caras, caritas y caretas (Sudamericana), Braceli muestra a uno que califica de “juguetón, perverso, atroz”. Es decir, un Borges que entendía todo demasiado cínicamente. Siempre me fue, de cierta forma, indiferente este Borges. Indiferente por inocuo.
Aun así, lo que Braceli revela espanta. Dijo un Borges poseído de espíritu sarmientino: “Por supuesto que resultan insoportables los negros... no me desdigo de lo que tantas veces afirmé: los norteamericanos cometieron un grave error al educarlos; como esclavos eran como chicos, eran más felices y menos molestos”. O: “Los gauchos argentinos fueron unos brutos... no sabían ni leer ni escribir, y menos para quién luchaban. Si todavía los recordamos es porque los escribieron gentes cultas, que nada tenían de gauchos”. O: "¿Vasco? Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco... Los vascos me parecen más inservibles que los negros y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos”. O: "(...) la gente rica sufre mucho y es muy desdichada. Los pobres sufren mucho menos que los ricos”.
Ese Borges era estúpidamente laberíntico, a diferencia del de sus cuentos algebraicos. Pero, opuestamente a un Louis Ferdinand Celine o a un Mario Halley Mora, su infamia solía reducirse a la mera charlatanería, y no a los arrabales miserables de la delación y del colaboracionismo.
Había escrito que solo el olvido no existe. Como suele suceder, su poética sentencia también lo sentenció. Aunque lo prefiramos olvidable.