El cine ha demostrado, desde sus inicios históricos, ser un dispositivo identificador, es decir, impacta muy profundamente en el público porque es un eco de sus ideales, de sus paradigmas y de sus valores. Este lado empático e identitario –que cuando viene sumado al dominio de la técnica, el talento y la creatividad lo convierten en arte– ha sido el principal motor para su expansión mundial como fenómeno cultural y comercial. A lo largo de más de un siglo hemos visto producciones de distintas partes del planeta, lo que implica distintos idiomas, visiones del mundo y maneras de expresar los afectos, así como infinidad de estilos de narrar esto, gracias al genio de actores, directores y productores.
En el Paraguay fuimos entusiastas testigos y seguidores de todo este despliegue narrativo-visual a nivel global; hemos vivido en las salas de cine lo mismo que otros espectadores del mundo, ese ritual colectivo que nos reúne en la oscuridad frente a una pantalla gigante para reír, llorar, odiar, amar, sufrir y tener las más increíbles aventuras al menos por unas horas de nuestras vidas. Sin embargo, algo nos faltaba, sentíamos la ausencia de nuestro propio cine, aquel que nos refleje y nos diga lo que ya sabemos de nosotros mismos pero desde el lenguaje cinematográfico. La espera fue larga, interminable para muchas generaciones de paraguayos. Sin embargo, ha llegado a su fin: hoy en día el cine nacional es toda una realidad, aclarando que tomamos por “nacional” incluso coproducciones donde el capital y la mirada internacional han sido clave, pues lo que nos interesa más bien en esta adjetivación es la temática donde “lo paraguayo” (en toda su complejidad) está presente.
Sería injusto afirmar que nada había antes, porque apenas uno empieza a hacer un recuento, se encuentra con una lista de películas made in Paraguay, en la que destacan las de Carlos Saguier, Hugo Gamarra, Galia Giménez y Enrique Collar. La cuestión es que el lapso entre una y otra es de años, mientras que comparativamente, la producción en países vecinos era infinitamente superior. En la actualidad esto ha cambiado, pues hay casos en que tenemos tres o cuatro estrenos en un mes, algo impensable hasta una década atrás, cuando juntar esa cantidad de filmes requería un lustro o más.
Se ha roto el círculo vicioso: no había cine nacional porque no había gente que se animase a producirlo, porque no tenía apoyo estatal ni privado, y no había apoyo porque no había gente que se animase porque no existía cine. Como en todos los cambios sociales de envergadura, los soñadores y valientes han impulsado esta revolución en nuestra industria cultural. Fue desde el campo artístico-cultural donde se encendió la chispa que luego contagiaría al Estado y luego al público en general, que acude en masa a las salas para ver cine paraguayo. Fueron un puñado de directores, productores y actores quienes con una fe kierkegaardiana dieron el salto a un vacío lleno de promesas. Promesas que ahora se cumplen satisfactoriamente.
Hamaca paraguaya: el punto de inflexión
Una de estas soñadoras es Paz Encina. En 2006 estrena su primer largometraje, Hamaca paraguaya, una total innovación en cuanto a lo que se venía produciendo esporádicamente en el país. Su calidad y novedad no pasan desapercibidas en el prestigioso Festival de Cannes, donde es nominada y se lleva el premio Fipresci en la sección A Certain Regard. Este premio es otorgado por la crítica extranjera, lo que implica que aquellos que en el mundo más saben del tema apreciaron la obra. Hasta ese momento, ningún largometraje de sello nacional había llegado tan lejos en cuanto a reconocimiento internacional. Lo que logró Encina con su filme fue confirmar que se podía hacer buen cine con pocos recursos y salir airoso en el intento.
Hamaca paraguaya fue un punto de inflexión, pues desde ahí se puede ver un salto exponencial en el número y en la calidad de las películas que se fueron sucediendo. Y hay algo también digno que resaltar, ya que este empuje es dado por una película muy innovadora en su lenguaje narrativo para nuestro público. Cuando se estrenó en Paraguay, hacía rato que el espectador que iba al cine ya fue malacostumbrado a la estética hollywoodense, ya no era aquel acostumbrado a los estrenos de Kurosawa, Bergman, Truffaut, Fellini, Buñuel, cuando los dueños de las salas apostaban a otra cosa. Hamaca paraguaya es cine-arte, con un lenguaje poético que exige una sensibilidad visual a la que no estábamos educados o que ya habíamos olvidado. Y así y todo, fue el inicio del fin de la sequía.
El florecer de las imágenes
Claro que antes de Hamaca paraguaya hay largos nacionales, pero como tomamos este título como punto de inicio de una época, mencionamos los más destacados desde ella, según nuestro muy particular criterio, que tiene en cuenta a veces la calidad técnica, en otras la solidez narrativa o la originalidad del guión y, en otras, la apuesta por una estética diferente o por la poesía que busca el arte en el cine. Así, de los muchas producciones que se empiezan a estrenar, destacamos Minotauro (Aguirre, 2008), El regalo de Sofía (Coronel y Cataldo, 2008), Novena (Collar, 2010), Felipe Canasto (2010). Pero no solo en ficción nos destacamos, sino más aún en documentales, donde resalta la maravillosa Tierra roja (Gómez, 2006), Profesión cinero (Gamarra, 2007), Cuchillo de palo (Costa, 2010) y el inigualable Tren Paraguay (Rial Banti, 2011), que empiezan a cosechar premios en festivales internacionales emulando a la pionera Hamaca...
El cambio, como ya adelantamos, no solo se da en el mundo de los cineastas, que empiezan a filmar y producir febrilmente, sino que en el imaginario de los espectadores empieza a hacerse patente que no siempre el cine que pueden consumir les vendrá desde afuera, contándoles historias extranjeras, sino que ahora empiezan a experimentar la real pero aún extraña sensación de que pueden ver también películas que le hablan de su gente y de su tierra. La apertura de las salas a las producciones nacionales que iban llegando fue fundamental. En la cartelera empezaban a aparecer, junto a las omnipresentes producciones estadounidenses, alguno que otro título hecho en casa o que hablaba de nosotros. Era innegable que algo nuevo se estaba gestando.
7 Cajas: despierta el monstruo
En el año 2012 se da un fenómeno nunca visto hasta ese momento: los paraguayos pagan masivamente sus entradas para ver lo que sus compatriotas producían. Esto se da con Libertad (Delgado, 2012), un filme que narra los primeros días de la gesta independentista y que surge justo en el momento en que las fiestas del Bicentenario patrio aún contagiaban nacionalismo. Las filas por ver a Caballero, Iturbe y el Dr. Francia en acción derrotando a los españoles recordaba a la gran recaudación que en 1978 tuvo la memorable Cerro Corá, que también tocaba nuestra fibra íntima al mostrarnos un pasado glorificado en los libros de historia oficial y que se había introyectado sin discusiones en el imaginario colectivo. Libertad estaba en boca de todos y en los ojos de muchos, pues por primera vez las salas se llenaban sin que necesariamente sean Spielberg, Lucas o Cameron los autores de lo proyectado.
Pero lo inesperado acontece. Cuando todo indicaba que lo que logró Libertad no sería superado en años, se estrena 7 Cajas (Maneglia/Schémbori, 2012) y la taquilla explota. Este thriller con toques de comedia llega al corazón de propios y extraños y se convierte en un fenómeno. Gente que nunca había ido al cine lo hizo por primera vez solo por verla. Hasta hoy es la película más vista, superando a otras como Titanic, y su éxito también fue aplaudido en el extranjero con los números en la taquilla.
Tras este éxito no hay secreto alguno. 7 Cajas cautiva especialmente a todos los niveles de la tripartición de consumidores que la crítica cultural suele realizar: profesionales, aficionados y público en general, con especial énfasis en los dos últimos. Lo que algunos denominan cine comercial es lo que finalmente despierta ese monstruo que inundó las boleterías por meses, haciendo que la película quede en cartelera por todo un año, algo tampoco nunca visto. La estética de la velocidad, del humor rápido, del misterio que se revela solo al final, es lo que en conclusión vende entradas. Los especialistas del prestigioso Festival de San Sebastián ya entendieron lo que significaba 7 Cajas, y por eso la premiaron con un fondo de post-producción que permitió terminarla con una calidad excepcional.
Una bella realidad
Con Libertad y 7 Cajas, el cinéfilo paraguayo comprende que puede consumir también lo hecho en casa y salir satisfecho. Otro salto más se cumplía en este progresivo avance. Y siguieron los títulos cosechando premios internacionales, ya sea como cine comercial o de arte, con las disculpas de lo discutibles que pueden ser estas categorías. Así es obligado mencionar a Lectura según Justino (André, 2013), Latas vacías (Godoy, 2014), Luna de cigarras (Díaz de Bedoya, 2014), Guaraní (Zorraquín, 2016), La última tierra (Lamar, 2016), Los Buscadores (Maneglia/Schémbori, 2017) y Las Herederas (Martinessi, 2018), en cuanto a ficción se refiere, mientras que en no ficción se destacaron Esperanza (Carballido/Moreaux, 2013), El tiempo nublado (Ullón, 2014) y Paraguay, droga y banana (Salinas, 2016).
Este limitado y discutible análisis será siempre incompleto si no se tienen en cuenta todos los factores que rodean al cine como industria cultural. Aquel círculo vicioso roto por realizadores y productores no debe ocultar que también moviliza a otros actores del mundo artístico, como gestores culturales, empresarios, académicos, medios de comunicación, escritores, universidades, y todos los técnicos necesarios en una película (desde el director de arte, pasando por la maquilladora, el guionista y el director de fotografía hasta el actor entrenado para la cámara) y todo el amplio espectro del mercado de consumición masiva donde el cine se inscribe y atrae al objeto final de toda esta maquinaria: el espectador como consumidor.
Utilizando los conceptos de la sociología de Bourdieu, el campo cultural del cine se ha reconfigurado ostensiblemente en esta última década, dando lugar al surgimiento de nuevos agentes, resignificando otros, lo que lleva a una complejización del campo donde el capital cultural y simbólico adquiere nuevos sentidos. En términos más coloquiales, y cerrando la idea con la cual iniciamos esta nota, vivimos un tiempo nuevo donde por fin vemos en la oferta de las carteleras, y con justicia, el tan anhelado cine paraguayo. El significado que esto tiene en el sentir del público es trascendental en términos de identidad y reconocimiento colectivo, más aún teniendo en cuenta la llegada masiva que este medio tiene en el público, lo que más se siente con los nuevos medios comunicacionales sobredimensionados por las redes sociales.
Lo que el siglo XX prometió y no cumplió, se dio recién en el siglo XXI para nosotros. Tardó en llegar, pero ya es una realidad que todos ahora disfrutamos.
El cortometraje como semilla
Cuando decimos que el cine tardó en llegar, no aclaramos –porque nos parece algo accidental y no esencial en estos días– si la realización se hizo en celuloide o en digital u otro soporte válido. Tampoco especificamos, porque está implícito, que cuando hablamos de cine nos referimos al largometraje. El cortometraje, sin embargo, ya tenía un camino mucho mayor recorrido, con creaciones muy originales, premios internacionales, y un amplio espectro de temas y estilos. Claro que el corto exige menos recursos materiales para su concreción, de ahí que tengamos muchísimos trabajos en este formato contra muy poco en largometrajes. Además, decir cortometraje es hablar ya del amplio campo del audiovisual, donde hay mucha mayor capacidad de maniobra y más experiencia formativa en universidades e institutos superiores, así como medios de comunicación.
Muchos de los directores mencionados hicieron sus primeras armas con cortos de muy buena factura, como Maneglia/Schémbori, Lamar, Martinessi y Collar. Incluso hay casos de geniales creadores que aún no pasaron al largo, como Joaquín Baldwin o Sergio Colmán Meixner. En ellos ya se notaba el potencial creativo que luego se confirmó al pasar al largometraje. Algunos incluso extendieron sus cortos y los pasaron a largometrajes geniales, como Hamaca paraguaya, de Paz Encina.
Salvando las distancias de lenguajes y géneros, podemos hacer una analogía con la narrativa literaria, donde el cuento goza de muy buena salud, mientras la novela ha visto solo excepcionalmente grandes obras. Si el cortometraje ha sido el campo de ensayo para los excelentes largometrajes que tenemos ahora, quizá podemos lanzar la atrevida y analógica hipótesis de que en breve estaremos leyendo grandes novelas (como las de Roa Bastos), ya que nuestros escritores nos han regalado pequeñas joyas en formato de cuento.