Nuevamente, la producción frutihortícola, esta semana fue noticia por la entrada ilegal de productos. Mientras el contrabando le gana la guerra al Estado, la política de producción de alimentos pierde todas las batallas posibles. El resultado es inflación y pérdida del poder adquisitivo de los ingresos laborales y estancamiento de la pobreza rural. Mientras nos llenamos de discursos sobre el valor del trabajo y de la kuña guapa, se vacían de contenido y recursos las políticas que afectan de manera directa el bienestar de la población.
Los perjuicios para el país y, sobre todo, para las personas son incalculables.
Los productores pierden activos, capacidad productiva para el futuro y desincentivo. Para cualquier emprendedor, esta situación es insostenible, poniendo en cuestionamiento aquellas ideas que tan fácilmente están en el discurso de muchas personas acerca de la importancia de la voluntad individual.
“El que quiere puede” cuando las instituciones no funcionan no solo es falaz, sino que genera pérdidas económicas de largo plazo, sobre todo en los casos en que debieron endeudarse, y a la pérdida hay que agregarle la deuda.
La agricultura familiar ocupa a alrededor de 100.000 fincas, lo cual beneficia a alrededor de 500.000 personas. A esas familias hay que sumarles a las que consumen, que son las restantes, sobre todo las urbanas que constituyen más de la mitad del total del país. La industria alimenticia es enorme y va desde el lomitero, generalmente informal pero que logra mantener aunque sea de manera precaria a su familia, hasta los establecimientos que formalizan a sus trabajadores incorporándolos al Instituto de Previsión Social (IPS).
La mayor parte de las instituciones con competencia en el tema, a pesar de que cuentan con presupuesto, están ausentes en la solución. Los resultados son muy claros. Al no generarse ingresos en el sector rural, la reducción de la pobreza se estanca mientras que la inflación de alimentos se mantiene, en promedio, mucho más arriba que la inflación general.
Las consecuencias indirectas son igualmente negativas. La expulsión del campo a la ciudad está generando un crecimiento casi insostenible del área metropolitana de Asunción y de otras urbes. La deficiente producción de alimentos pone en riesgo la seguridad y soberanía alimentaria, haciéndonos dependientes de otros países.
El contrabando y la precariedad de la agricultura familiar son el reflejo del fracaso político de muchas instituciones públicas, con una cantidad importante de autoridades políticas y funcionarios públicos que cobran salarios y gastan recursos públicos sin tener resultados.
La falta de insumos para las industrias y el contrabando de alimentos industrializados como es normal con, por ejemplo, los pollos, afecta a un sector altamente dinámico, generador de empleo y competitivo.
Es decepcionante observar cómo la desidia de los responsables conduce al fracaso de un amplio sector de la población en un problema que tiene solución. Solo es necesario que se movilice la voluntad política. Esperemos que en el corto plazo cambien esta situación.
La debilidad institucional que se evidencia en el combate al contrabando no solo tiene efectos económicos. Detrás de esta supuesta debilidad está la corrupción en las instituciones públicas, la colusión con el sector privado, la impunidad por la mala gestión del Poder Judicial y muchos otros problemas que los funcionarios públicos, los políticos y las autoridades no muestran intención de cambiar porque gran parte de estos se benefician de manera directa, a través del financiamiento de campañas proselitistas o retribuyendo favores.
La persistencia del contrabando es una de las peores señales de que da el país sobre su apego a la ley y el clima de negocios que realmente existe en el país. Con este tipo de señales, atraemos a contrabandistas e inversiones de mala calidad.