El sol cae a plomo sobre el centro de Trípoli, y Khadija es una de las pocas mujeres que espera ante una concurrida panadería.
Hace apenas dos semanas, podía llevarse una decena de bollos de pan blanco en una frágil bolsa de plástico por un dinar. Ahora apenas puede meter tres.
“Los precios no paran de subir. La carne es imposible, no la podemos pagar. Hago bocadillos para mis hijos con latas de atún. No tenemos nada más para comer en todo el día”, dice a Efe.
Se trata de una inflación galopante que expertos locales e internacionales relacionan con el contrabando, especialmente de combustible, que se ha convertido en los últimos tres años en el verdadero sistema económico del país.
Según instituciones independientes internacionales como “Crisis Group”, el comercio ilegal de gasolina y otros productos refinados mueve al año más de USD 2.000 millones solo en Libia, y tiene ramificaciones en todo el norte de África y el Sahel.
El método es un sencillo y productivo círculo vicioso: el crudo se procesa en refinerías libias como la del puerto de Mellitah, en el oeste de Trípoli, y se transporta en camiones que deben distribuirlo por todo el territorio nacional.
Sin embargo, la mayor parte de las cisternas caen en manos de contrabandistas que las desvían a las fronteras con Túnez, Argelia y Níger, donde la subsidiada gasolina libia se vende más barata que la también subsidiada local.
La escasez y la necesidad de combustible en Libia hace que esos mismos camiones regresen al país con gasolina de contrabando procedente de refinerías en Argelia, Marruecos e incluso Nigeria, lo que encarece los precios.
El mayor coste del transporte repercute en la precio de productos básicos, como la harina, cuyo comercio también está en poder de grupos dedicados al estraperlo ante la ausencia de una autoridad firme, especialmente en el oeste del país.
Economistas locales y extranjeros insisten en que el contrabando, no solo el de combustible, también el de personas y el de armas -el primero genera en tono a 1.500 millones de euros, el segundo pocos se aventuran a calcular- es hoy la base de una sistema en ruinas.
Y casi el único espacio, junto al alistamiento en las milicias, que ofrece a las familias y a los jóvenes libios un trabajo y una fuente de ingresos.
Libia, con apenas 6 millones de habitantes, es en sí un país rico en energía fósil, pero también en otros recursos que no explota, como su abundante banco de pesca o el turismo, cimentado en ciudades históricas y grandes espacios naturales.
Antes de la revolución que en 2011 acabó con los 42 años de tiranía de Muamar al Gadafi, producía más de 1,8 millones de barriles diarios de crudo y proporcionaba oportunidades de trabajo a miles de migrantes procedentes de países vecinos.
Siete años después es un estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, en el que tres focos de poder sin legitimidad democrática alguna se disputan la autoridad apoyados por distintas e innumerables milicias que a menudo cambian de bando.
Un Gobierno sostenido por la ONU en Trípoli, otro bajo la tutela del controvertido mariscal Jalifa Hafter en Tobruk (este) y un tercero formado por las ciudades estado de Zintan y Misrata, además de Sebha, capital del sur del país.
La producción diaria de petróleo está sujeta a las veleidades de las milicias -que de cuando en cuando ocupan o cierran campos y oleoductos para presionar a las autoridades- y su techo actual son los 800.000 barriles diarios.
El sistema bancario ha desaparecido e incluso la moneda es distinta -tanto en valor como en apariencia física- dependiendo de la parte del país que circule.
Además, y según cálculos de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), vinculada a la ONU, hay en el país unos 750.000 migrantes con la intención de llegar a Europa a través de las rutas controladas por las mafias.
A ello se suma la depreciación y la inestabilidad de la moneda nacional: en el cambio oficial, un dinar es un euro, en el mercado negro un euro cuesta siete dinares.
“Los salarios no valen. Los bancos casi nunca tienen dinero e incluso a veces la Administración no puede pagarnos completamente”, se queja Reda Abdala, contratado en un ministerio controlado por el Gobierno sostenido por la ONU en Trípoli.
“La población está cansada, triste, es normal que eche de menos los tiempos de Gadafi. Entonces, al menos sabías que las panaderías y los mercados estaban llenos”, reflexiona con cierto atisbo de fatalidad.