La Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional publicó recientemente los resultados sobre los niveles de crimen organizado a nivel mundial. Paraguay se encuentra liderando la lista en el cuarto lugar, solo después de Birmania (Myanmar), Colombia y México. El índice, que ofrece datos recopilados entre 2021 y 2023 sobre los 193 Estados miembros de la ONU, compara el alcance y la escala de la criminalidad organizada en relación con la resiliencia o capacidad de los países para resistir y contrarrestar las actividades del crimen organizado. Una señal de gran fracaso como país es que Paraguay no solo esté liderando la lista, sino que ha ido empeorando, sin que las autoridades hayan arbitrado las medidas necesarias para detener el avance.
El crimen organizado socava la autoridad pública y el Estado de derecho, desplaza actividades legales y legítimas, limita las oportunidades económicas, reduce la producción y la productividad y obliga a destinar recursos a políticas de seguridad en lugar de mejorar la calidad de vida de la población.
Los estudios e informes internacionales señalan que, por un lado, el aumento de los crímenes de este tipo está directamente vinculado a la mala distribución del ingreso y a la falta de oportunidades, pero, por otro lado, tiene como consecuencia un menor desempeño económico, en términos de inversión y crecimiento.
De esta manera, la economía se desarrolla en un círculo perverso que genera el contexto para el afianzamiento del crimen organizado, este reproduce y retroalimenta las condiciones negativas que a su vez socavan cualquier posibilidad de crecimiento y desarrollo.
El tamaño del problema no es menor. Según algunas estimaciones, se estima que los costos económicos del crimen organizado se ubican entre el 8% y el 15% del PIB global. Paraguay, estando entre los primeros lugares, se podría suponer que el costo a nivel nacional se acercaría al margen superior, aunque hay cálculos que estiman un impacto cercano a un tercio del PIB.
Las vías son incontables. Desde los costos en materia presupuestaria que obligan a destinar recursos al combate en lugar de invertirlos en beneficio
directo de la ciudadanía, como la salud y la educación hasta los costos más difíciles de cuantificar.
Atacar las consecuencias siempre sale más caro. La protección a testigos, el encarcelamiento, los procesos judiciales son sumamente costosos y tienen escaso retorno público en comparación con la inversión en infraestructura o en capital humano. Basta con revisar los costos de las cárceles para comprender que ya estamos planteando soluciones tardías cuando se propone más inversión en construcción de centros de reclusión.
Dejar de invertir en áreas sociales contribuye a la imbricación social de las mafias y grupos delictivos, ya que terminan constituyéndose en las únicas oportunidades para que la juventud se integre laboralmente, como ya está ocurriendo en amplias zonas urbanas y rurales en nuestro país. El crimen organizado termina hipotecando las oportunidades para la niñez y la juventud, generando efectos no solo en el presente, sino también en el largo plazo.
En algunos países, las consecuencias económicas se trasladan hasta la actividad agropecuaria por los cobros mafiosos por el uso del suelo, la producción, las cosechas y las ventas. El crimen organizado ha puesto precio a los bienes y servicios que se generan, al traslado y hasta a los recursos naturales en el que se desenvuelven los productores.
La competencia desleal es otra de las consecuencias, sacando del mercado a empresas legales. La necesidad de blanquear hace que se creen negocios que ofrecen bienes y servicios por debajo del costo y la ambición de ganancias desmedidas crea mercados negros con todas las implicancias en la economía ilegal.
Los homicidios, el miedo y la inseguridad económica ahuyentan las inversiones legales y productivas, mientras que atraen a empresarios y negocios que se manejan en los límites de la ley, incluso como proveedores del Estado o bajo el ropaje de la inversión extranjera directa.
Estos problemas elevan los costos en el sector privado, exigiendo a los empresarios a invertir en sistemas de seguridad, repercutiendo en la actividad comercial, el turismo o la creación de nuevas empresas.
El dinero generado debe ser lavado, por lo que detrás del crimen aparecen actividades supuestamente legales, pero que distorsionan los mercados, como por ejemplo, al crearse burbujas de precios de los activos inmobiliarios, uno de los instrumentos más utilizados por el crimen organizado.
La criminalidad y los sistemas financieros actuales se alimentan mutuamente. La globalización hizo que las organizaciones criminales cooperen entre sí. Estas organizaciones tienen ganancias multimillonarias que blanquean mediante organizaciones fraudulentas que el sistema controla, como las apuestas legales, los seguros de vida, los ganadores ficticios de loterías y casinos, las agencias de cambio de divisas o de bienes raíces.
Todo este engranaje económico se vincula a los sectores políticos capturados a través de la corrupción y el financiamiento de campañas políticas, cerrando el círculo que se requiere para crear normas acordes con las necesidades y exigencias del crimen organizado y garantizando la impunidad. Con esto se socava también la vigencia del Estado de derecho y de la democracia, pilares del desarrollo y de un crecimiento sostenible e inclusivo.
Negar la gravedad de las condiciones en que se encuentra Paraguay nos llevará en el corto plazo a un Estado fallido, por lo que se requiere una acción contundente de los tres poderes del Estado. Si las autoridades no toman conciencia de la situación en la que estamos, nos enfrentamos a un país sin futuro para la mayoría.