Mucho se ha dicho sobre la dejadez en que se encuentra el centro histórico de Asunción. La otrora madre de ciudades va perdiendo la dignidad en el sector que por tradición más la identifica, lo que conlleva una preocupación de parte de los que comprenden la importancia de la imagen que debe reflejar una ciudad capital.
Los gestores municipales tienen sus recetas para recuperarla, que las comparten y debaten con urbanistas, arquitectos, empresarios y comerciantes, e incluso con parte de los asuncenos. También ellos tienen la explicación del por qué el centro viejo presenta una fachada tan derruida, es decir, cómo llegó lo que es ahora. De tales recetas y excusas no me ocuparé acá; solamente diré que espero pronto se lleven a cabo por el bien de la ciudad.
En mi caso quiero simplemente reflexionar sobre el diálogo que se mantiene entre la ciudad en que se habita o transita y sus habitantes o visitantes. La ciudad es un fenómeno que tiene su historia y sus avatares. No se llegó a ella por generación espontánea sino por una serie de factores materiales que la convierten en la principal forma de vivir del Homo Sapiens moderno. De lo mucho que puede decirse del fenómeno citadino, sin duda el “convivir” es su principal signo. La ciudad es aquel lugar en el que vivimos con otros. Este estar juntos y movernos compartiendo un mismo espacio crea una serie de intercambios simbólicos que son los que se han venido devaluando con la decadencia del centro asunceno.
Ese diálogo al que me refiero, entre el asunceno y su ciudad, es lastimosa en estos tiempos. Asunción da pena y el asunceno recibe ese mensaje que también lo lleva a un estado de ánimo que puede ir desde hacer la vista gorda, a un melancólico asentimiento que también lo golpea en su interioridad, hasta a una impotencia por no poder hacer gran cosa por la que considera su casa grande. La ciudad es una macrorrelación humana. No es un lugar de paso solamente, ni el espacio donde tengo la casa o donde tengo la oficina, es un topos con mucha carga simbólica en el cual el intercambio de sentidos es constante y vital (energético me dirán algunos, y con mucha razón).
¿Qué asunceno puede mantener un alto nivel de autoestima si el centro de Asunción le da esa cara descascarada todos los días? De ese todo complejo que es una urbe, son las personas que la habitan un factor clave. No quiero caer acá en que pintar Asunción será como pintar una sonrisa en la cara de la gente, pero recuperarla en su imagen a través de las inyecciones económicas, planes urbanísticos y habitacionales, corredores culturales, pasos peatonales, etcétera, inmediatamente elevará la cabeza de sus habitantes y visitantes, quienes la mirarán con otro brillo en los ojos.
Ese fluido dinámico que es toda ciudad, en su variedad de factores y tradiciones que la conforman, es un acontecer que puede levantarnos la moral o puede hundirnos en el mayor de los desánimos, puede ser la causante de nuestros orgullos más elevados o de nuestra vergüenza ajena, el colorido pasaje del cual nunca queremos salir o el callejón del cual buscamos huir al caer el crepúsculo, el disparador de la nostalgia dolorosa o dador de hermosos recuerdos del futuro. La Asunción de naranjos, flores y recovas ya no volverá como fue en las postales y en los versos, pero ansiamos a la vuelta de la esquina el guiño de una Asunción que nos impulse de vuelta a flotar por sus calles y plazas, y, más que nada, sea el ágora pensante, el hontanar cultural y el símbolo histórico de los paraguayos.