Hay un complejo equilibrio sostenido en el criterio del EPP para aceptar a alguien en su primer anillo. Debe gozar de extrema confianza. Fueron tan estrictos en ello que terminaron incluyendo solo a familiares de los tres o cuatro dirigentes originales. El liderazgo del EPP se restringió esencialmente a lazos de sangre, convirtiéndolo en inexpugnable para la inteligencia contrainsurgente. Sucede que ha pasado el tiempo y hoy ya hay dos generaciones de parientes. Por eso casi siempre hay menores entre los combatientes. Solo que ese sesgo también ha impedido su crecimiento hacia otras regiones.
El establishment del Norte es surrealistamente violento, pero ha dado resultado para quienes supieron adaptarse. Fíjese que en un territorio reducido conviven y compiten grupos de personas con objetivos frecuentemente contrapuestos. Los enumeramos: 1) Cultivadores de marihuana a pequeña escala, autónomos o dependientes, 2) Narcotraficantes pesados, para quienes la marihuana puede ser parte de un portafolio comercial más amplio, como cocaína, armas o cigarrillos, 3) Organizaciones criminales organizadas como el PCC y el Comando Vermelho, dedicadas a rubros varios, 4) Las FTC, dedicadas a perseguir al EPP, 5) El EPP, dedicado a recaudar el impuesto revolucionario, mientras escapa de la FTC, 6) El sector irresponsable del agronegocio, que deforesta y desplaza a, 7) Lo que queda de la pequeña agricultura campesina y, 8) Las comunidades Paî Tavyterã, habitantes de los cerros de la cordillera del Amambay.
Las intrincadas interrelaciones entre estos actores incluyen coacciones, alianzas y traiciones en las que siempre pierden los campesinos pobres y los indígenas. En ese contexto, no sería extraño que algunos de estos últimos estén colaborando con el EPP aunque la existencia de una “brigada indígena” estructurada parece más propaganda panfletaria que realidad.
De todos modos, es evidente que los intereses en pugna en el Norte son múltiples. Allí hay de todo, menos Estado. La seguridad, la justicia, la redistribución de riqueza y los servicios sociales básicos están en manos privadas. Para sobrevivir en esa zona, hay que contar con la protección de alguno de esos factores de poder. El EPP es uno de ellos. Por eso, por temor o convicción, cierta parte de la población local sigue dándole protección y apoyo logístico.
Desde un cómodo teclado asunceno creer que el terrorismo puede ser una solución puede parecer lunáticamente radical. Para muchas familias del Norte, sin esperanzas ni futuro, puede que la opinión sea otra. El dato clave es la inequidad social. Quien quiera entender por qué motivos el EPP persiste en el tiempo se topará con la ausencia del Estado. Hacerse esas preguntas no significa, para nada, justificar al EPP. Esta obviedad es ignorada por una jauría ultraconservadora, incapaz de avanzar un poco más allá del insulto primario.
Menchi Barriocanal escribió esta frase: “De todas maneras no olvidemos la violencia estructural, esa que genera pobreza y exclusión. Si no hubiéramos tenido un estado abandonador y tantas décadas de latrocinio, nunca se hubiera dado la existencia del EPP”. La afirmación no parece nada de otro mundo, pero los militantes de la ideología del odio se pusieron en fila para vomitar respuestas airadas. Luego, el titular de la Senad, Arnaldo Giuzzio, y otros políticos colorados dijeron más o menos lo mismo y no pasó nada.
Identificar sus causas no significa defender la violencia. Lo ridículo es que son precisamente estos, los que aplauden la acumulación y la desigualdad, los verdaderos responsables de la vitalidad del EPP.