Será por aquello de ser una “isla rodeada de tierra”, como decía Roa Bastos, con una historia tan particular, con experimentos sociopolíticos y religiosos excepcionales como las organizadas reducciones jesuitas o las autoproclamadas dictaduras del Doctor Francia; cargada de injusticias de profundidad dolorosa -con intento de aniquilamiento incluido- en la Guerra de la Triple Alianza, aislamientos, ninguneos internacionales, liderazgos corruptos; será por influencia del idioma guaraní, por haber sido educados por la “la mujer más gloriosa de América, que supo conservar su cultura, su idioma y su fe”, o por aquel no sé qué “hueso perdido” del que hablaba Helio Vera... que los paraguayos tenemos el extraño hábito de dejarnos guiar más por el sentido común que por las teorías. Dicen que acá descansan en paz todas las ideologías. Es de notar que para nosotros “formales” y “letrados” son adjetivos peyorativos que engloban desconfianza hacia lo que viene desde el poder de turno o de lo escrito “en difícil” para enredar. Nuestro pensamiento es concreto y cuando decimos “nuestro” todavía significa algo. Será por tantas cosas buenas que perviven en nuestro mundo apu’a, que da tanto gusto encontrarnos y conversar un poco sobre la vida.
Me pasó el otro día con el señor Dámaso en un viaje de Uber. Cuando me mencionó con toda seriedad sus propuestas para la mejora de la educación de nuestro país: “inglés intensivo en las escuelas públicas, pero salvando la identidad nacional, con el guaraní a su lado; alfabetización digital intensiva, pero pragmática, de cara a la funcionalidad y no al consumismo; apoyo real al emprendedurismo juvenil; e incorporación laboral de los indígenas “para sacarlos fuera del pauperismo oenegé-gua”… Me impresionó y anoté como importante mensajear a quienes pretenden hoy darnos recetas fallidas traídas de fuera para transformar nuestra educación que “deberíamos confiar más en nuestro sentido común”.
No siempre es conformismo lo que nos detiene a los paraguayos a tirarnos en las corrientes ideológicas de moda, porque he notado que quien más quien menos tiene su sueño para ver prosperar a nuestro país. Lo que pasa es que nos cuesta confiar en las ideas sin patas, y es normal ser desconfiados ante los cambios que se nos ofrecen empaquetados desde fuera y desde arriba, ya que las malas experiencias nos rebelan por dentro.
Los paraguayos somos conservadores porque tenemos cosas buenas que conservar, pero eso no nos quita la criticidad ante el sistema. Como diría, Roger Scruton: “Solo a un crítico muy superficial le sería imposible ver el eterno rebelde que hay en el corazón de un conservador” y coincido con él en que “las cosas buenas son fácilmente destrozadas, pero no se crean fácilmente”. Y el paraguayo lo sabe porque aún disfruta abajo, entre la gente de a pie, de una herencia cultural que tiene su valor y su fuerza interior.
Nuestro “centrismo”, que nos hace desconfiados de las promesas grandilocuentes y de las utopías, se acerca más bien al aristotélico concepto de la virtud como justo medio que a una indiferencia política. Lo que no nos interesa es la agenda política porque se redacta fuera de nuestras esferas de valores. Ojalá potenciáramos esa sabiduría ka’aty.
Sería la tercera vía para el bien común, entre el individualismo extremo y el colectivismo trasnochado, con el reconocimiento de buena fe de que en todo hay algo salvable, pero en nada terreno hay que poner la totalidad de nuestra confianza, excepto en la familia, en Dios y, en parte, en esos amigos cercanos que podemos llamar con Scruton “la vecindad”, con toda la potente reserva moral de las instituciones intermedias de la sociedad, donde la dignidad humana no se define en folletería posmoderna, sino que se vive en el día a día, con gestos concretos, con límites ciertamente, como es realista entender, pero con la autenticidad y nobleza de nuestros rebeldes corazones de buenos conservadores.