Se fue Francisco de Paula Oliva. Lo vi por última vez, hace unos meses, en Taita Róga, el hogar dónde van los jesuitas ancianos o enfermos. Él reunía los dos requisitos, aunque no quería estar allí. “Esta es la pieza de los trastos viejos”, reclamaba. “Quiero estar en mi casa del Bañado”. No era posible, tenía dos enfermedades malignas y su cuerpo resentía la acumulación de años. Teníamos una relación antigua y entrañable, forjada en encuentros y proyectos comunes y en esa sensación poco definida, pero inconfundible, de ver el mundo del mismo modo.
Nos convocaba la inminencia de la muerte, aunque de eso no hablamos. Quería ver publicado el libro de sus memorias ante de que ello ocurra. Era un texto que dictaba trabajosamente a su leal colaboradora Gladys Fisher. El libro está casi terminado, pero el Pa’í no llegará a verlo. Su vida terminó antes. Será nuestra responsabilidad editarlo lo antes posible.
Sus estudios religiosos lo prepararon para ser misionero en Japón pero, poco antes de partir, una inesperada enfermedad se interpuso y terminó recalando en esta poco conocida nación sudamericana. Aquí este incansable cazador de utopías se descubrió en un territorio poco propicio para esos sueños. Enseñaba a pensar a una generación de jóvenes del Cristo Rey y del incipiente Departamento de Ciencias de la Comunicación, de la Universidad Católica; animaba misas con ritmos juveniles y dirigía programas de radio. Mientras, a la par, se agigantaba la rabia de los cancerberos del silencio. Fue expulsado del país por Stroessner, tal como solía corresponder a los jesuitas de la época.
Trabajó en las villas de Buenos Aires y un sacerdote, Jorge Bergoglio, lo salvó de ser un desaparecido. Su historia continuaría en Ecuador, Nicaragua y Huelva, donde se enteró de la caída de la dictadura paraguaya. Su vuelta a nuestro país fue algo demorada, pero ineludible. Hacía tiempo se había consolidado en él la convicción de que debía vivir en Paraguay. Pero no con cualquiera, con los pobres. Hombre proveniente de los medios de comunicación, el Pa’í conocía el peso de la palabra, de la voz y la escritura. Pero también estaba convencido que éstas se vuelven ingrávidas si no van acompañadas del compromiso transformado en acción y organización.
Y las sandalias llenas de polvo de Oliva estuvieron presentes siempre, trascendiendo la palabra y motivando la movilización. El Parlamento Joven, el emprendimiento Mil Solidarios, sus programas en Radio Fe y Alegría, sus columnas en este diario, el Marzo Paraguayo, el caso Curuguaty y toda reivindicación justa de derechos conculcados lo encontrarían a él en primera fila.
Impresionaban en Oliva no solo su tozuda coherencia sino su genuina vinculación con el prójimo, con el oprimido. Lo que en nuestro país suele ser sinónimo de pobreza. Este hombre convirtió su acercamiento a los pobres en el motor de su existencia. Sostenía que si Cristo viviera en Asunción no estaría en la ciudad alta, rodeado de políticos y doctores, sino con los suyos, los pobres. Se fue, pues, a vivir al Bañado Sur.
Los pobres, privilegiados en la Palabra Sagrada, tan cercanos y tan lejanos. El Bañado puede estar cerca o lejos del Colegio Cristo Rey, dependiendo de la mirada. He ahí una distancia que no se mide en metros, sino en empatía. Eso es algo que la rancia derecha nacional jamás entenderá. Les parece incomprensible que el Papa Francisco, la reina Letizia y muchos medios internacionales saluden con tanto respeto a un curita zurdo de barrio.
A este compatriota por voluntad propia eso jamás le importó. A lo que menos aspiraba es a la unanimidad. Él quería aportar. Esa última vez que nos vimos, desde su silla de ruedas, desde lo alto de sus frágiles 93 años, se despidió de Rocío, mi esposa, preguntándole: "¿Cómo puedo seguir siendo útil?”.