—A mí ustedes no me engañan —dice, con voz acusadora, el ministro—. Detrás de todo esto tiene que haber un instigador.
Los campesinos de Cleto Romero y Juan de Mena lo miran sin comprender.
Miran a ese señor de traje y corbata, que los mira con miedo de que le ensucien la alfombra.
Miran esa oficina impecable y aséptica, de fresco aire acondicionado, en donde los únicos que no combinan con el decorado son ellos, sucios de tierra roja, mojados de sudor.
Miran la ciudad de altos edificios que se despliega detrás de los ventanales oscuros.
Ahora ellos están aquí, relatando sus problemas. Explicando que allá, en las tierras que ocuparon en los confines de Cordillera, sobreviven más de 560 familias en precarias chozas, aspirando a un lote agrícola en donde vivir y cultivar, pero el constante hostigamiento de capataces, policías y militares no les deja trabajar en la chacra…
—Hablemos en confianza —les interrumpe el ministro—.
Cuéntenme, ¿quién los adiestró para que vengan aquí? ¿Quién les enseñó a recitar de memoria la Constitución? ¿Quién les dijo que llamen a los periodistas? Porque unos pobres campesinos ignorantes no pueden saber esas cosas.
Díganme quién es el instigador y podremos solucionar el problema.
Cándido Gómez, uno de los dirigentes, se adelanta y pide permiso. Con voz pausada contesta en guaraní:
—Peichaite, karai ministro. Como usted mismo dice, hay un poderoso instigador detrás de nosotros.
Los ojos del ministro se iluminan. Ya lo sabía. No podía ser de otra manera. Ahora podrá tener “la prueba” y ganar crédito ante “mi general”. Su voz se vuelve susurrante, cordial…
—Hablemos entre amigos. Díganme quién es el instigador y solucionaremos el problema.
—Che ra’arõ, a hechaukáta ndéve (espéreme, le voy a mostrar) —anuncia Gómez y mete la mano rugosa en un viejo bolsón.
—Na’ápe, kóa ha’e la ore instigador (aquí está, este es nuestro instigador) —le dice.
Y le muestra al ministro un abollado plato de lata, vacío.
***
Este relato lo escribí con base en el testimonio de los pobladores de Cleto Romero y Juan de Mena.
Se publicó en El Correo Semanal de Última Hora el 19 de marzo de 1988, en plena dictadura.
Tras la caída del régimen, los campesinos vinieron a manifestarse en Asunción y la policía del gobierno del general Andrés Rodríguez los atacó con feroces perros frente a la Catedral. En el entrevero, una humilde mujer, llamada Regina Marecos, murió de un infarto.
El escándalo que provocó la despiadada represión obligó a que el Parlamento de aquel entonces expropie las tierras que más de 500 familias venían ocupando desde los 80.
Hoy, la Colonia Regina Marecos, en Juan de Mena, es una comunidad modelo, con una pujante cooperativa de producción y una fábrica de azúcar integral orgánica.
Si la infame ley que se aprobó esta semana hubiera estado vigente, los campesinos hubieran estado todos presos y la colonia Regina Marecos nunca hubiese existido.