Estaba a 30 metros de la calle Palma, la popular arteria del microcentro asunceno en la que denodadamente los comerciantes que no la abandonaron aún intentan atraer y devolver el bullicio y concurrencia que tenía décadas atrás, cuando era peatonal y “palmear” constituía un paseo clásico de los sábados.
Palma brilla se denomina una iniciativa interinstitucional encabezada por la primera dama, la Dirección de Cultura y Turismo de la Municipalidad de Asunción y la Asociación de la Movida del Centro Histórico de Asunción (AMCHA). Con ella, normalmente los sábados, calle Palma se torna peatonal y se convierte en un espacio ferial y de variadas actividades de ocio.
Pero en las calles paralelas y transversales, ni siquiera ese día de la semana cambia el panorama desolador y hediondo que presenta hoy el microcentro. Antes bien, son espacios que hay que atravesar esquivando excrementos humanos, veredas rotas, manchas de orina y basura. Son corredores pestilentes y descuidados, metáfora de una descomposición social atravesada por drogas baratas, pobreza y abandono. Un cuadro real de instituciones que no funcionan y de problemas a flor de piel de la ciudad que no se abordan en sus causas ni en sus soluciones, por lo que, esfuerzos como Palma brilla, si no se inserta en un plan integral de recuperación del centro histórico de la capital, no es sostenible. Es apenas una gota de agua en un inmenso desierto.
Es tal la impotencia y la resignación a ver desmoronarse todo, que los propietarios de edificios, casas y locales desocupados dejan caer su propiedad abandonada o tapian todas las aberturas para evitar que sean ocupados por personas marginadas por el sistema, en su mayoría, ciudadanos indígenas desplazados y adictos al crack u otras personas con problemas de salud mental o alcohólicas que pasean sus enjutos cuerpos por el paisaje de la Asunción añeja y triste. Esa porción de la ciudad que muestra hoy el rostro de la inutilidad crónica de un intendente y de concejales de Asunción, con honradísimas excepciones, inmersos en una incapacidad endémica y en falta de propuestas para salvar a la capital de su atribulada situación de dejadez, tan profunda, que todos los días unos hombres con mucha paciencia van extrayendo ventanas, puertas, vigas, juegos de sanitarios, pisos y tejas de un local tras otro para acarrear los materiales hacia las precarias casitas que aún quedan en el entorno de la Costanera. Con extraordinaria maestría, como las hormigas que cargan hojas o restos de comida para almacenarlos en el hormiguero, se llevan partes de casonas, salones comerciales, edificios varios.
Todos los vemos hacer esto, a diario, a un hombre adulto mayor, de vez en cuando ayudado por otro más joven, que van dejando atrás locales convertidos en meros huecos, totalmente carneados, desmontados. Ahora la tarea de desguace se trasladó a un edificio del que ya se habían llevado marcos, puertas y ventanas, vidrios, juegos de baño, y todo cuanto pudiera reciclarse.
Pero todavía queda más, hasta que se venga abajo y alguien salga lastimado. Allí funcionaba la cooperativa de la Policía Nacional. Tiene varios pisos y está destruyéndose cada vez más. O, quizá, cobrando vida un poco más abajo, en casitas improvisadas, detrás del viejo Cabildo. Nadie reacciona, nadie hace nada, ni los dueños de las casas abandonadas, ni quienes por razones laborales nos movilizamos por allí y simplemente nos tapamos la nariz ante el hedor, y miramos bien dónde pisar, ya sea para no tropezar o para evitar pisar las heces que adornan hoy el microcentro histórico de la Madre de Ciudades. Mientras, el intendente pasea por el primer mundo para hablar de Asunción y decir…
¿Qué podría decir?