Repitió lo mismo hace unos días en un acto en honor al Día del Agente de Policía. Es entendible su intención de transmitir confianza a sectores privados y uniformados, pero es preciso señalar que se apoya en una falsedad histórica.
En el Archivo Nacional no existe ninguna prueba de que durante el gobierno de Carlos Antonio López– el presidente que más invirtió en la educación primaria– el analfabetismo hubiera llegado a cero. Lo cual no tiene nada de raro, pues en el siglo XIX ningún país llevaba estadísticas confiables sobre la escolaridad. Los censos de población eran infrecuentes y arrojaban cifras inconsistentes o contradictorias. Los investigadores se ven obligados a recurrir a una diversidad de fuentes indirectas y dispersas en variopintos acervos. Estas van desde testimonios de viajeros, militares o diplomáticos, periódicos de época e informes de docentes o autoridades hasta testamentos, escrituras, exámenes catequísticos, hojas de alistamiento del ejército y registros penales y matrimoniales.
Sobre la base de esos datos podría sostenerse, con cierta prudencia, que, si bien Carlos Antonio López produjo una expansión considerable de la educación de primeras letras y que probablemente la cobertura escolar era comparativamente mejor que otros países de la región, hablar de erradicación del analfabetismo suena a franca exageración.
Veamos. La alfabetización en la España decimonónica estaba muy por debajo de la media europea. Al comenzar el siglo un 94% de los españoles eran analfabeto y no fue hasta 1900 cuando se consiguió reducir al 50%. Si, en 1850, tres de cada cuatro habitantes no sabían leer, parece poco serio sostener que en una lejana, selvática y mediterránea colonia americana el analfabetismo haya sido suprimido. Más aún, si ese país tuviera la particularidad de ser bilingüe. Muchos autores afirman que en ese tiempo cerca del 90% de los paraguayos hablaban solamente guaraní. Como en el siglo XIX no había alfabetización en guaraní, puede suponerse que, por más esfuerzo educativo que pusieran los maestros de la época de Don Carlos, el analfabetismo cero sería imposible.
Fíjese que puse maestros, en masculino. Primero, porque en el XIX las niñas paraguayas no iban a la escuela, excepto las pocas hijas de familias adineradas de Asunción, a las que se las autorizaba a tomar clases particulares. Lo cual nos lleva a la conclusión que casi la mitad de la población llegaba a la edad adulta sin saber leer.
Y, segundo, porque también hay que preguntarse dónde se formarían los educadores de tan formidable –como ficticio– programa de erradicación del analfabetismo. Se sabe que López creó en 1855 una Escuela Normal, pero la misma se cerró antes de que pudiera egresar la primera promoción. En su mensaje presidencial de 1857, el presidente López informaba que 16.755 niños concurrían a 408 escuelas. Auspicioso, sin duda, pero insuficiente.
Ni siquiera hablo de la población mayoritaria e invisible: la indígena. Ni alfabetizada ni contabilizada en los censos. ¿Se da cuenta que es ilusorio sostener que tuvimos un pasado glorioso en el que no existían analfabetos?
Pero, ya lo decía Helio Vera, “el pasado paraguayo no existe como historia, sino como leyenda. Por eso no tenemos historiadores, sino trovadores, emocionados cantores de epopeyas”. Hay una tendencia irrefrenable a fabular la historia. Desde Juan E. O’Leary nuestro nacionalismo se nutrió de evocaciones a una resplandeciente Edad de Oro que sería regenerada en el presente por el político de turno. Me parece bien que se busque aliento sicológico para reforzar la identidad colectiva. Pero no tiene mucho sentido apelar a la distorsión de la verdad histórica sin ninguna evidencia científica.