Solo de manera fugaz y coyuntural es el nacionalismo una ideología progresista. Ocurre cuando prende en los países colonizados por una potencia imperial, que explota y discrimina a los nativos, y anima a estos a defender su lengua, sus usos y costumbres, sus creencias, impregnándolos de una “conciencia nacional”. Este tipo de nacionalismo ha ido decreciendo con la descolonización y convirtiéndose en la ideología ultrarreaccionaria con que sátrapas sanguinarios como Mobutu en el ex Congo belga y el Mugabe de la ex colonia británica Zimbabue se eternizaron en el poder, saquearon sus países y los bañaron de sangre y cadáveres.
Todas las dictaduras que ha padecido América Latina, de izquierda como las de Fidel Castro, Hugo Chávez y Velasco Alvarado, y de derecha como Pinochet, Aramburu y Fujimori, han pretendido justificarse con argumentos nacionalistas. Y, lo más grave, han conseguido muchas veces enajenar con el patrioterismo cirquero y sentimental de la banderita, el himno y la proclama que derrochan a manos llenas, a sectores importantes de la población. Eso explica lo inexplicable: que tantos tiranuelos despreciables y cleptómanos sean “populares”. El nacionalismo es una perversión ideológica muy extendida, porque apela a instintos profundamente arraigados en los seres humanos, como el temor a lo distinto y a lo nuevo, el miedo y el odio al otro, al que adora otros dioses, habla otra lengua y practica otras costumbres, instintos —de más está decirlo– absolutamente reñidos con la civilización. Por eso, el nacionalismo en nuestros días es ya solo una ideología reaccionaria, antihistórica, racista, enemiga del progreso, la democracia y la libertad.
Por fortuna quedan pocas colonias en el mundo y desde luego que Cataluña, donde el virus nacionalista ha prendido con fuerza, jamás lo fue. Pero eso no importa nada. El nacionalismo es una ficción ideológica y como tal puede permitirse todas las tergiversaciones históricas que haga falta. Por eso, pese a ser tal vez la región más culta de España, hay en Cataluña numerosos catalanes convencidos de esta grotesca falsedad: que Cataluña fue conquistada, ocupada y explotada por España ni más ni menos como Argelia por Francia, América Latina por España y Portugal, y media África por el Reino Unido. La verdad es muy distinta, ¿pero a quién le importa la verdad cuando se trata de ganar una elección? Si uno pregunta a cualquier nacionalista catalán cómo ha sido posible que una “colonia” llegara a ser, varias veces en su historia moderna, la capital industrial y cultural de España, la locomotora de su modernización, respondería, sin duda, que se debió al espíritu de trabajo y la superior capacitación de los catalanes frente a los otros españoles. Lo que, además, implicaría que, una vez independientes, los catalanes —¿ese pueblo superior?— alcanzaría y superaría pronto a Alemania.
El nacionalismo ha crecido en Cataluña porque ha sido promovido desde la escuela por unos gobiernos locales que tenían un plan muy bien orquestado y que han puesto en práctica de manera sistemática, y porque los gobiernos españoles y los ciudadanos del resto de la península se desinteresaron del problema y, a fin de cuentas, dieron la espalda a la mayoría de catalanes que querían seguir siendo españoles, una mayoría que fue decreciendo por el desamparo y el aislamiento en que se sintió, ninguneada por el resto de España. Cayetana Álvarez de Toledo lo explicó con absoluta lucidez hace unos días, en el Ateneo de Madrid, al recibir el Premio Sociedad Civil del think tank Civismo. Su discurso fue una dramática reflexión sobre la responsabilidad que tiene el conjunto de los españoles, por su desinterés y apatía, en la tragedia que está viviendo Cataluña.
Tragedia, sí, es la palabra que conviene a una región que, desde el referéndum ilegal que convocó la Generalitat, ha perdido más de tres mil empresas, visto caer su comercio y su turismo y aumentar el desempleo. Además, es escenario, por primera vez desde la transición de la dictadura franquista a la democracia, de una violencia política que parecía ya erradicada de la España moderna. Que, en estas condiciones, haya todavía un número potencial de electores para volver a llevar al Gobierno al mismo equipo que está ahora en la cárcel o prófugo, como señalan algunas encuestas, no cabe en la cabeza de muchos ciudadanos cuerdos. Se preguntan si ha caído una epidemia de masoquismo sobre el electorado catalán.
El problema es que ellos tratan de entender racionalmente el problema del nacionalismo en Cataluña. Los principios de la lógica y el conocimiento racional no sirven para entender el nacionalismo, como no servirían para explicar las creencias religiosas ni el misticismo. Se trata de un acto de fe, contra el que todos los argumentos se hacen trizas. Cuando los instintos reemplazan a las ideas todo se vuelve muy confuso y los mejores esfuerzos fracasan.
Me gustaría, a este respecto, mencionar el pequeño libro que acaba de publicar Eduardo Mendoza: Qué está pasando en Cataluña (Seix Barral). Como todo lo que escribe, es un ensayo claro, inteligente y con análisis sutiles y novedosos. Sin embargo, el sabor amargo y pesimista de sus últimas frases contrasta con las ideas ricas y serenas con las que el libro se inicia. Mendoza no parece ver salida alguna en una situación en la que el independentismo y sus adversarios han llegado, se diría, a un empate técnico. Él no es independentista –dice, claramente, “No hay razón práctica que justifique el deseo de independizarse de España"— pero establece una cierta equivalencia entre los contrarios ya que a él no le gusta ninguno de los dos (los antiindependentistas tampoco). ¿Para qué ha escrito este libro, pues? “Para tratar de comprender lo que está pasando”. La idea es válida, pero ¿lo consigue? Me temo que no. Sus observaciones son originales, aunque no siempre convincentes. Por ejemplo, define al catalán de una manera sugestiva, pero, creo, insuficiente por la sencilla razón de que las sicologías nacionales simplemente no existen, o tienen tantas excepciones que resultan poco realistas. Yo, por ejemplo, que conozco a muchos catalanes, no creo que haya dos de ellos que se parezcan entre sí.
A los actos de fe, como el nacionalismo, hay que oponerles, además de razones, otro acto de fe. Si crees en la libertad, en la democracia, en la civilización, no puedes ser nacionalista. El nacionalismo está reñido con todas esas instituciones y categorías que nos han ido sacando de la tribu y el garrote y el salvajismo y nos han inculcado el respeto a los demás, enseñándonos a convivir con quienes son distintos y creen cosas diferentes a las que creemos nosotros, y hecho entender que vivir en la legalidad y la diversidad y la libertad es mejor que en la barbarie y la anarquía. Somos individuos con derechos y deberes, no partes de una tribu, porque el formar parte de una tribu, ser apenas un apéndice de ella, es incompatible con ser libres. Descubrirlo, es lo mejor que le ha ocurrido a la especie humana. Por eso debemos oponernos, sin complejos de inferioridad, con razones e ideas, pero también con convicciones y creencias, a quienes quisieran regresarnos a esa tribu feliz que hemos inventado porque nunca existió.
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