Podríamos agregar al elemento de lectura cualquier vestigio monumental, edificación, fachada o testimonio de la obra humana que merece perdurar en el tiempo y que, por desidia de nuestras autoridades y parte de la ciudadanía, son condenados a la desmemoria.
En Paraguay (y lo vemos con más énfasis en Asunción) existen los especialistas en destruir cualquier impronta que hayan dejado generaciones anteriores, cualquier monumento, edificación de época, fachada con estilos arquitectónicos magistrales o parques que intenten preservar naturaleza y verde, que puedan contrarrestar la intensa oleada de calor imperante.
No se respeta la historia, se hace caso omiso a la necesidad de conservación de la obra humana y de los espacios naturales; se contempla mansa y obsecuentemente la demolición de casonas y edificios antiguos –resguardados en teoría por ordenanzas y normativas bien estrictas– en nombre del “progreso” que se traduce, mayormente, en estaciones de servicio, con su adverso impacto ambiental y golpe al bolsillo del conductor.
La capital del país, que debería ser el epicentro del desarrollo turístico, cada vez más hermoseada, cuidada y enfatizada en lo concerniente a los testimonios culturales y artísticos de otras épocas, cae en picada libre en su deterioro constante, auyenta a propios y extraños con sus veredas sucias y desprolijas del propio microcentro y Casco Histórico; con locales comerciales cerrados en busca de alguna venta o alquiler, monumentos abandonados y caos vehicular, porque su infraestructura quedó aletargada en décadas pasadas.
Un ejemplo de la desidia, falta de innovación municipal y abandono casi completo es el emblemático Parque Caballero, que ya vio pasar a varias administraciones sin mover un dedo para recuperar paulatinamente ese icónico espacio público, abarrotado de hermosa arboleda y que lanza un grito eterno con el fin de que se le intervenga y ponga en condiciones para el esparcimiento de la ciudadanía. Hay proyectos, ciertamente, pero la Comuna aún tiene deuda con este pulmón natural.
Edificaciones de época, cuyas fachadas transportan al observador a principios del siglo XX, vienen desapareciendo de la panorámica citadina.
Sin más, afloran las brigadas y equipos de demolición, frente a la incredulidad de algunos y la indiferencia de otros. Recién ante las denuncias de transeúntes las autoridades toman carta y anuncian sanciones, pero el daño ya comenzó a gestarse anteriormente y las nuevas construcciones no se detienen, especialmente aquellas que dañan la armonía del entorno.
Muchos vestigios del acervo natural y cultural del país, algunos de los cuales están asentados en Asunción, se fueron desdibujando con el tiempo, mudos testigos de la poca o nula importancia que se les brinda.
Las prioridades son otras, mayormente concentradas en las próximas elecciones y en acallar las voces disidentes en pos del botín y de las arcas estatales. Se pierden los espacios públicos, obligatoriamente deben enrejarse hasta las plazas y parques, y los edificios históricos solo exhiben tristeza.
El sistema educativo tampoco acompaña en el aspecto de preservar las ideas, lo intangible, elementos que se materializan justamente en los testimonios monumentales, edificaciones e intervenciones urbanas, que en otras capitales son objeto de culto y respeto. Aquí, a contracorriente del mundo, prevalecen el descuido y el desinterés.
La desmemoria gana terreno, de manera cabal. No sabremos siquiera hacia dónde vamos, en algún futuro no muy lejano. Las nuevas generaciones transitarán por esa hoja en blanco referida al principio; y la temporalidad nos mostrará, de manera certera, el olvido que seremos.