El mundo entero está atravesando por este proceso. Y es que la pandemia nos ha obligado a desacelerar la vida misma. Nos llevó a quedarnos en casa, a retomar actividades que habíamos dejado de lado. Una gran mayoría de la población mundial llevaba sumergida en su propio mundo virtual e individual, y a desarrollar la actitud egoísta del “sálvase quien pueda”, ayudando a contaminar y destruir. Hoy, como parte del aislamiento social, los miembros de la familia comparten más tiempo juntos. Emprenden las tareas domésticas entre todos, asumen la educación de los niños, elaboran sus propias comidas, cuidan el jardín, y hasta asumen una postura más austera de consumo, pensando en las millares de familias que no están teniendo la misma suerte y que, desesperadas, están saliendo a pedir que comer. Por fuerza de los hechos o por convicción, muchas personas empiezan a mirar con ojos solidarios a su alrededor para ver quién precisa de un plato de comida, y ayudar.
Esta suerte de tsunami de humanidad que está aconteciendo ejerce un efecto tal que obliga a revalorar lo que realmente es importante en la vida, en las relaciones, en cada ámbito, persona, profesión, comunidad, país, y en el mundo. El periodismo no escapa a esta onda expansiva que empuja a volver a la esencia. Y en tal sentido, como nos señalaba ayer una antigua y reconocida colega, como nunca, la profesión está en un proceso de introspección, retomando sus fines connaturales de informar, formar, explicar, demostrar, investigar y todo esto, con base en la verdad de los hechos que, como nunca antes, se volvió muy escurridiza.
La verdad se pierde en medio de una infopolución y una carga mayúscula de noticias falsas, desinformación y confusión, amplificada en gran medida por quienes operan utilizando las redes sociales o directamente utilizan los medios de comunicación que cultivan el periodismo sensacionalista e irresponsable para denigrar, enturbiar, confundir, sembrar mentiras y desviar la atención de lo importante hacia lo baladí o los peores sentimientos humanos. De un modo inédito, el periodismo de verdad, el periodismo-periodismo, que muchos agoreros dijeron que ya no sería necesario, es demandado por una audiencia que busca certeza y claridad en tiempos de desconcierto y confusión. Ante esto, los medios se ven obligados a ajustar sus acciones a los principios connaturales de la profesión que los sustentan. Son los que están aplicando la disciplina de la verificación, el ejercicio de chequear y reconfirmar los datos antes de darlos; los que no renuncian a la obligación de preguntar una y mil veces hasta aclarar por completo las informaciones enrevesadas que brindan los técnicos o algunas autoridades.
Este periodismo que se ha ganado la credibilidad por sus altos estándares de calidad afronta hoy la gran prueba de seguir la ruta del dinero (investigar), porque por la urgencia sanitaria se han autorizado las compras directas y hay mucha plata en juego. Es el periodismo que resalta airoso en un escenario confuso y abrumador evitando los titulares y enfoques que disparan el pánico instalado. El que amplía la mirada y coberturas, desde una perspectiva de derechos humanos, denuncia los abusos cometidos desde el poder e informa con responsabilidad.
El público que sabe separar “la paja del trigo” en materia informativa, elige ese periodismo. Opta por esa prensa que explica las decisiones que se van tomando y señala los desmanes e intentos de corrupción que, aun en plena pandemia, siguen dándose, porque “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Siempre.