06 jul. 2024

El pesebre de los bandidos

¿Quién querría tener al hijo en un establo, con olor a animales y sus desechos?

Recuerdo que hace años una mujer llegó a la Redacción del diario a solicitar ayuda para unos internos del Penal de Tacumbú. Semanalmente iba al lugar como actividad pastoral y compromiso personal de fe, según explicó. En una ocasión, comentó que como era tiempo de Navidad tenía la idea de motivar a sus amigos de la penitenciaría a preparar un pesebre, recordándoles de paso su significado y valor. Lo primero que se me cruzó a la mente fue “ahh, qué lindo, el pesebre de los bandidos”.

Palabras más, palabras menos, aquel pensamiento instantáneo, surgido casi como humor negro en mi interior, guardaba sin embargo la idea errada sobre el significado del Pesebre de Belén. Y es que, en realidad, Tacumbú –y tantos otros similares– sigue siendo el lugar más correspondiente a aquella representación de inspiración franciscana –con 800 años de vigencia– y su profundo mensaje, y hasta su razón de ser: estar cerca de los hombres y mujeres, en la condición que sea, incluso en una oscura, húmeda y olorosa celda.

Al leer los relatos del Evangelio o escuchar las explicaciones de los especialistas en la materia, es posible entender que en realidad Dios se sirvió de lo más excluido y sucio para cumplir con su plan. ¿Quién querría tener al hijo en un establo, con olor a animales y sus desechos?

Y a esto se agrega que los primeros en acudir al refugio fueron pastores, y, según los estudiosos, estos sencillos personajes no eran, sin embargo, los más ordenados, educados y respetuosos de la sociedad de entonces. Sin embargo, ellos sabían de algo importante en este contexto: mirar, contemplar, estar atentos. Lo hacían todo el tiempo mientras cuidaban al rebaño en la noche y quizás habrían de contemplar la inmensidad del firmamento o cuando por los caminos no debían perder de vista al rebaño, siempre amenazado por depredadores. Para descubrir algo diferente a nuestros pensamientos, hay que estar atento y mirar.

El Niño de Belén sigue siendo propuesta y también una pregunta entre las personas que tienen la necesidad a flor de piel, como los reclusos de Tacumbú; seres humanos heridos y despreciados; con historias cargadas de dolor y violencia, responsables de crímenes y también víctimas de una espiral de marginalidad y exclusión. Y es obvio que con los acontecimientos de esta semana lo más espontáneo era el rechazo. Y uno percibe así lo difícil que resulta reconocer y respetar la intocable y estructural dignidad humana en medio de rostros casi desfigurados por la ira, profusos tatuajes y cicatrices por doquier. Pero ella –la dignidad– está ahí, es imborrable. Así como el recién nacido en el establo guarda su luz en medio de la precariedad e insignificancia.

Si un Dios eligió nacer en un lugar tan austero y pobre, algo querrá decir. Tal vez, la invitación a una mirada hacia lo esencial, aquello por lo que vale estar agradecido, más allá del escenario que nos toque.

“Las personas antes que las cosas” es lo que la Navidad debería suscitar en nuestras vidas, señaló ayer el Papa Francisco en la Audiencia General, al tiempo de reclamar la necesidad de una postura de “asombro” ante la tremenda humildad que viste la escena del nacimiento.

Imagino que el montaje del pesebre en la penitenciaría, con las piezas variadas que pudieran haber conseguido, habrá sido un momento de alegría y emociones escondidas. Aquella escena habrá traído a la memoria de estos hombres recuerdos de infancia, tal vez los rostros de seres queridos, de la familia que perdieron, y, por qué no, la nostalgia de esa paz que todos deseamos, o de esa mirada que no juzga y solo abraza, esperando la redención, ofreciendo otra oportunidad, afirmando que el mal no tiene la última palabra. Aquella mujer dejó claro que el “pesebre de los bandidos” es también el mío, porque no hace falta ser perfecto, puro o coherente para contemplarlo y aprender con él; ya sea en silencio, con algún dolor o pregunta sin respuesta, o simplemente con el gozo de sentirse perdonado.

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