01 jul. 2024

El portal infinito

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Celina Brittez

He demorado 360 días y nueve horas en poner en palabras mi travesía con Los Libros Perdidos, de Augusto Roa Bastos. El descubrimiento de tal tesoro me mantiene cautiva en un torbellino de casualidades que, aún hoy, continúan revolucionando mi corazón.

Para leer este relato es importante saber que cada detalle que se narra forma parte de una historia verídica. Mi encuentro con La Biblioteca (o Los Libros, en adelante) ocurrió como por arte de magia, sacudiendo el rompecabezas de mi vida y moviendo muchas piezas de lugar. En el camino, la realidad y la ficción se fusionaron en un portal del que, sospecho, no podré salir jamás.

El autor más prestigioso del Paraguay apareció en mi casa una tarde fría de 2019, con casi 300 libros leídos, subrayados y analizados por él, que estaban perdidos desde hacía más de cuarenta años. Todo lo que ocurrió después fue fluyendo como en un cuento, hasta llegar a este escrito, que no espera más que decir muchas cosas que todavía me cuesta creer, pero que efectivamente viví. Y es que a veces las casualidades nos llevan exactamente al punto en el que queremos estar, aunque lo hayamos buscado cien veces en otros sitios, aunque estemos demasiado distraídos o incluso, hayamos abandonado su búsqueda.

Augusto Roa Bastos vivió en la Argentina por casi treinta años. Llegó en 1946 escapando de una dictadura y debió marcharse más adelante, a causa de otra. Sin embargo, la persecución política e ideológica jamás logró silenciarlo. Durante el exilio, su escritura atravesada por el rechazo a la injusticia y el dolor del desarraigo, se volvió más ágil. Escribió con un amor a su patria y a los suyos, que pronto lo convertiría en “El supremo escritor” y mientras todo aquello ocurría, su biblioteca personal, testigo del fervoroso deseo de resistencia, aguardaba la llegada de un destino esperanzador: a través de esta, Augusto viajaría en el tiempo.

Los Libros debieron quedarse en la Argentina después del último exilio y esa quizá sea una primera pieza de este rompecabezas. Antes de emigrar, también, los hijos del autor, los ordenaron aguardando un regreso que nunca ocurrió; en el proceso registraron tapas, notas y objetos que funcionaron como indicadores para su reconocimiento muchos años después. Posteriormente, el departamento debió vaciarse y La Biblioteca acabó en un depósito en la Ciudad de Buenos Aires.

Entonces se perdió el rastro de aquel lote maravilloso, que por algún motivo llegó a mis manos tiempo después. Pero para contar esta parte del relato, resulta necesario aclarar muchas cosas. Porque creo que el hecho de estar tranquilamente en mi casa, mirando por la ventana un universo que, en ese instante me parecía finito, y que de pronto el mismísimo Roa Bastos apareciera en mi puerta con un tesoro repleto de polvillo, merece una introducción dedicada.

Nací en 1993, diecisiete años después del día en que Augusto tuvo que abandonar la Argentina y sus libros. Durante mis primeros años de vida, viví a dos horas de su antiguo departamento, pero a los ocho me mudé con mis padres y hermanos a Comandante Nicanor Otamendi, un pueblito rural de la Provincia de Buenos Aires donde siempre residió mi familia paterna, en el campo y cerca de la playa.

La Biblioteca pérdida apareció a media hora de mi casa, a quinientos kilómetros del departamento en la Ciudad de Buenos Aires. Las cajas estaban distribuidas en un contenedor de basura lindero a una ruta que conecta con la Costa Atlántica.

Desde que tengo memoria, la lectura y la escritura son una especie de escudo protector al que me aferro con fuerza. Suelo sentirme afortunada de ser una persona capaz de encontrar portales en los libros y ya de pequeña me maravillaba la posibilidad de vivir entre dos mundos: el real y el imaginario. Siempre me resultó divertido buscar magia en las causalidades, volver infinito lo limitado.

Durante mi juventud abordé la odisea de fusionar aquella literatura que consumía con un universo nuevo que se abría a mis pies: Debía redescubrirme. Fue entonces cuando empecé a fantasear con la idea de transformarme en la protagonista de un portal, en la superpoderosa heroína de mis propios relatos. Sin embargo, a pesar de haber escrito una tonelada de borradores, no lo logré. Y la frustración de no encontrarme a mí misma en ninguno de los dos universos (el imaginario y el real) resultó en que no volviera a escribir un párrafo en muchísimo tiempo.

Es necesario mencionar todo esto, porque ocho años después, el día en que volví a tomar un lápiz, mi garaje escondía toda la magia que busqué en la vida. Los Libros Perdidos, llegaron a mis manos cuando me había olvidado de mí misma. Y es que la literatura es así, siempre llega para llenar algún hueco; a regalarnos algo que nos está faltando, aunque no lo sepamos. En esta línea, no es extraño afirmar que cuando es la misma vida la que se transforma en un cuento, el espíritu lector se enciende como una antorcha en el medio del alma y entonces, ya no hay manera de apagarlo.

En el momento en que mis dos universos se fusionaron, de un modo absolutamente inesperado, tenía 25 años. En ese entonces no lo sabía, pero la casualidad había empezado a tejer, por fin, la historia que busqué durante tanto tiempo:

Mi compañero viajaba por una ruta que siempre le resultó aburrida, cuando encontró las cajas. Los libros húmedos, sucios, un poco hongueados, parecían parte de un relato de piratas. No los abrió, entonces, pero le parecieron miles. A mi también: cuando llegaron ocupaban la camioneta entera y el corazón casi se me sale del cuerpo.

Desde un principio me resultó enigmática la pieza del rompecabezas de la vida que me cruzo con tal aventura. Entonces estaba en pareja hacía tres años y a veces leíamos juntos a la hora del mate. De casualidad él pasó por ese camino, él y no otro. Justo miró para ese lado y vio una pata de mueble que parecía roble. Como había salido temprano, tuvo tiempo de frenar a ver si encontraba algún mueble viejo para el monoambiente, que estábamos remodelando. En cambio se topó con una tonelada de libros que consideró oportuno rescatar para mi: “¿Los querés? Te los llevo”, me texteó.

Los descargamos en casa de mis padres, por una cuestión de espacio. Mientras acomodamos las cajas repletas de polvo en un rincón accesible del garaje, planeando revisarlas al sol durante el día siguiente, conversábamos entre nosotros sobre el hallazgo. En mi caso puntual, me invadía la inmensa emoción por haber encontrado tal cantidad de libros nuevos. Empezaba a planear dónde ubicarlos: debería colgar bibliotecas en la pared porque no me alcanzaría el espacio; quizá sacar algún otro mueble. Y leerlos todos… posiblemente, me tomaría el resto del año. Podría ir empezando de a dos, para calmar la ansiedad. Soñaba despierta mientras contemplaba el tesoro y en simultáneo, mi espíritu lector se enloquecía a preguntas ¿Qué libros habría? ¿Quién los había leído antes? ¿Por qué los abandonaron?

Personalmente, siempre sentí que los libros usados son más especiales que el resto, porque dentro llevan infinitas historias: La que escriben sus respectivos autores (y la que hay detrás), la que cada quien interpreta, la de cada momento en el que cada persona leyó las páginas, y por último, la de cómo terminaron en una venta de usados. Así, si el libro en sí mismo es un portal, un libro usado carga miles de escondites y pasadizos absolutamente irresistibles.

De pronto pensé en la cantidad de lugares que podría visitar con mi nuevo descubrimiento solo permaneciendo un tiempo en la primera estación: el enigma. Necesitaba imaginar un poco más, antes de caer nuevamente en la realidad. Soñar despierta, jugar a adivinar el contenido de cada obra. Así fue, que el cargamento fue reubicado al fondo del garaje tal y como había llegado. Y La Biblioteca aguardó, entonces, inmóvil. Aún no había llegado el momento de descubrirla.

Pasaron meses hasta que acepté iniciar con la tarea. Digo “acepté” porque la incertidumbre estaba enloqueciendo a mi familia, que aguardaba pacientemente, respetando mi proceso, pero insistía en hablar del contenido secreto de las cajas. Fue un domingo de lluvia después de comer un asado. Preparamos el terreno y emprendimos el tercer viaje de Los Libros dentro de la casa de mis padres, de vuelta al centro más accesible del garaje.

Acordamos sacarlos de a uno porque nadie quería perderse nada. Además, nos pareció coherente iniciar una planilla de Excel para catalogarlos. Dividimos roles: sacar, dictar, registrar, guardar. Entonces no lo sabíamos, pero el aire se iba cargando de magia. Qué libro veríamos primero, cuál sería el siguiente, qué tan lejos llegaríamos hasta encontrar el tesoro. Todo parecería orquestado.

Algunos estaban destrozados y fue imposible unir las páginas o encontrar las tapas. También había revistas modernas, del 2000 en adelante; unas pinturas impresas en papel fotográfico de un catálogo digital. Recuerdo haber sacado un manual de portugues para niños pequeños con actividades realizadas en lápiz por una tal “Emma”, una compilación de poesía, pequeña, un ticket de compra de una librería céntrica. Y de pronto, entre medio de todo aquello, como una pista plantada por quien desea revelar algo, un recorte de diario: era una noticia digna de cuento, sobre una mujer que había vivido toda la vida con su gemela dentro del cuerpo. La leí en voz alta y nos revolucionó un poco. Analizamos entre risas la posibilidad de vivenciar experiencias que bien podrían ser parte de una historia de ficción (en ese entonces lo sentimos ajeno). Continuamos. Un libro de Becker, un papelito suelto con una letra F, otro recorte; esta vez era un pequeño relato sobre un poeta paraguayo.

–Cuántos recortes ¿no? – nos miramos intrigados.

–Esta biblioteca debe haber sido de un lector empedernido… Miren este, se corresponde con el cuento. Guardaban notas periodísticas sobre temáticas afines dentro de sus libros…

Lanzábamos conjeturas extasiados. Ante cada descubrimiento pensábamos que aparecería algo más grande. Como si fuera poco, las obras eran excepcionales: poesía, novela, cuentos, teatro, lingüística. Yo sentía que había encontrado los libros para el resto de mi vida. En simultáneo, seguían brotando objetos llamativos: una foto, unas hojas escritas con tinta azul y caligrafía envidiable, una carta mecanografiada, sin firmar.

-Uy, qué librazo! este lo leí de chica-

-Miren este, está en otro idioma… ¿será guaraní?

-¡Es guaraní! ¡Si estuviera el abuelo!… podría traducirlo-

-¿Y este? tiene una dedicatoria: Augusto Roa Bastos… ¿Roa Bastos... me suena?

Mamá me miró absorta. Siempre fue una buena lectora. Además, durante nuestra niñez nos contaba de memoria (no encontraba el libro) su cuento preferido de la infancia: “Pollito de fuego”. Años más tarde, al volcar sobre la mesa los ejemplares de colección que recibí como agradecimiento por la devolución de los libros, y al ver de pronto una edición nueva del cuentito infantil, mamá lanzara un suspiro porque ese era “el cuento”, “nuestro cuento”; estaría absolutamente convencida de que este rompecabezas comenzó a armarse mucho tiempo antes de tener conciencia sobre él.

Pero aún no lo sabía cuando me topé con aquel primer libro dedicado, que nos enfrentó a la realidad- ficción de tener en nuestras manos algo más preciado de lo esperado: era un ejemplar de “Los exiliados”, novela del escritor paraguayo Gabriel Casaccia. En ese momento caímos en un túnel, y fue La Biblioteca, antes dormida, la que extendió para nosotros el puente que nos llevaría al portal. Entonces, se desató el nudo que protegía el tesoro.

A medida que abríamos las cajas, la emoción se multiplicaba: fotos de Roa sonriendo junto a una mesa llena de ejemplares de Yo el Supremo, Augusto y amigos parados en una casa y flores, una pareja sentada al sol en la playa; cartas de escritores de renombre pidiéndole correcciones de sus obras, respuestas de Roa quizá nunca enviadas. La habitación se había vuelto mágica, y el relato de Los Libros Perdidos comenzaba, para nunca acabar. Con el tiempo detenido en ese instante, podría comenzar así:

“Eran las 15.43. El piso estaba lleno de libros húmedos y la familia sonreía. De fondo, se oía la lluvia y el golpeteo de sus corazones extasiados. Detrás del caos de cajas, en un rincón, muy quieto pero también sonriente, los miraba aliviado Augusto Roa Bastos”

En medio de aquella escena convulsionada en la que todos queríamos descubrir algo novedoso, no pude resistirme a leer. Me detuve de a ratos en fragmentos, notas al margen, facturas de compra. No lograba asumir plenamente que todo aquello me perteneciera, aunque lo tuviera allí, abandonado y sucio. Mi cabeza daba vueltas en círculo. Aún pesaba con fuerza mi frustración literaria; y el encuentro repentino con la posibilidad de unir realidad y ficción en un mismo plano, me mantenía inquieta.

Necesitaba encontrar una explicación razonable para el suceso, y por eso buscaba “algo”: una carta secreta, un cassette con mensaje oculto. Necesitaba una prueba que me garantizara que había un motivo para descubrir una biblioteca abandonada cuyo dueño había sido un amante absoluto de las letras reconocido a nivel mundial.

Cuando empezaba a sentirme desesperada, uno de los libros perdió un papelito que cayó en mi falda. Entonces sentí el calor de quién busca objetivar lo infinito, y se encuentra con una señal mística que lo tumba de un golpe. Escrito a mano con tinta negra decía: “Yo sueño cuando no duermo. Cuando duermo no sueño”. Estaba en un ejemplar de “Las maquinaciones de la noche”, de Raymond de Becker. Tenía marcas, subrayados y la firma de Augusto. La caligrafía era idéntica. Esa frase la había escrito él. Por primera vez (luego volvería a sentir esto muchas veces) Roa me hablaba. Me acurruque, entonces, para leerla de nuevo; el momento debía ser poético, coherente con la ocasión. Me interpeló el contenido.

¿Quién no sueña cuando no duerme, sino alguien que cree en portales donde la realidad, a veces, es mejor, más humana y empática? ¿para qué soñar dormido, si en tiempos duros resulta mejor soñar despierto? La verdad, es que no sé si interpreté bien la frase, pero significó un abrazo inmenso en medio de aquella crisis de emociones. La Biblioteca Perdida estaba allí, delante de mis ojos. Y gritaba con fuerza que la casualidad seguiría construyendo puentes para creer en la magia.

Con mi familia hicimos un acuerdo tácito respecto a no decir nada sobre el hallazgo. No sabíamos qué hacer, pero teníamos en claro que, de algún modo, se nos había asignado la tarea de protegerlo. ¿A quién llamar, en quien confiar? ¿hasta dónde contar? Fuera de las paredes de casa, nadie mencionaba los libros, pero adentro, no se hablaba de nada más. Las hipótesis nos desbordaban: le habían robado sus libros; se había escondido de los militares en un campo de la zona; tuvo que huir y no pudo llevarlos… De un momento a otro, todas las cenas familiares eran de Augusto. Siempre surgía algo nuevo para contar. Debatíamos durante horas en la sobremesa…. Y mientras tanto, leíamos.

Personalmente sentí pudor ante la idea de empezar por una obra de Roa. Además, considerando que Los exiliados, de Casaccia, había sido el primer libro que él eligió para introducirme en el portal, me pareció justo partir de allí. Entonces ya estaba segura de que no encontraría señales lógicas en La Biblioteca, y preferí dejarme llevar por las casualidades. Luego supe que la elección fue correcta. El libro es una obra maestra sobre el dolor del desarraigo y me ayudó a empatizar con el sentimiento tan triste de quienes deben vivir lejos de casa . Años más tarde, el contenido de ese libro me daría el empujón necesario para soltar el tesoro y enviarlo de nuevo a Paraguay. No sé cuál leí después, pero sí que me juré leer todos los libros antes de liberarlos.

Para principios de 2020, durante el aislamiento social preventivo y obligatorio por el avance de la pandemia del Covid-19, yo tenía todos los libros de Roa Bastos en mi biblioteca, ordenados por tema y cada cual con su marca y subrayado exactamente en el lugar donde los dejó el autor. En ese contexto, también fui mamá, y el embarazo en crisis sanitaria me obligó a permanecer en un encierro muchas veces desesperante. Sumergida en una realidad distinta, sin caos, sin temor, leí sin parar. Me aferré al contenido de La Biblioteca con la pasión de quién debe desprenderse de un tesoro y quiere empaparse de él.

Simultáneamente, conocía un poco más de él: Le apasionaba buscar conexiones entre realidad y ficción relevando los diarios, colocando recortes dentro de los cuentos que, hasta de las maneras más descabelladas, vislumbraba conexiones con los relatos; su caligrafía no se alteraba aún en anotaciones breves; mecanografiaba ideas y las escondía en sus libros; era un fuerte defensor de la igualdad; estudiaba francés; usaba camisa y chaleco; a veces leía los ejemplares a medias, analizando a un extremo casi indescriptible capítulos puntuales; usaba las hojas de un calendario viejo como marcadores de textos; no desechaba las boletas de venta de las librerías y casi nunca compraba un solo libro a la vez; atesoraba diferentes papelitos dentro de los libros, todos con un sentido y un mensaje.

La palabra, el autor y el hombre me mantenían cautiva. Pero aunque era consciente del privilegio de poder conocerlo desde sus lecturas, pronto caí en la cuenta de que me estaba involucrando demasiado en un puente entre realidad y ficción que no me pertenecía. Devolverlo se volvía un poco más urgente.

Si bien dicen que, con el correr del tiempo, uno transforma los hábitos repetitivos en costumbres, mi destino con Los Libros Perdidos era distinto. Con el pasar de los años, la incomodidad de quién tiene algo ajeno empezó a pesarme cada vez con más fuerza. Primero llegaron los sueños. Veía a Roa parado en una estación de tren; en una mano portaba una valija vacía y en otra, el ejemplar de Casaccia. Después, comencé a sentir culpa de leer los papelitos que aparecían en sus libros. Al final, ya no encontraba consuelo ni en sus propias obras, pensando en la posibilidad de alterar algún elemento del destino, con mis manos.

La Biblioteca Perdida fue custodiada por mi pasión lectora hasta mediados de 2022. Durante ese tiempo nadie pudo acercarse a las estanterías que vigilé furiosa e incansablemente hasta el último día.

Tardé tres años y siete meses en escribir a la embajada paraguaya. Un poco porque quería continuar sumergida en las letras y otro porque me daba miedo perder el portal que me había cuidado tanto. Con La Biblioteca me encontré a mí misma, me enamoré de Roa, fui protagonista (por fin) de mi propia historia y volví a creer en muchas cosas. Tal vez demoré tanto porque me costó asumir que, con esta causa, aún lejos de Los Libros, mi vida había cambiado para siempre.

Un día de invierno me contactaron para coordinar la entrega. En el quinto traslado desde que habían llegado a mis manos, Los Libros se preparaban para viajar al Paraguay, donde serían entregados a la Fundación Augusto Roa Bastos, dirigida por la hija del autor. Organizamos una merienda en casa de mis padres. Estábamos inquietos: Felices por devolverla, tristes por despedirla. Habíamos preparado cajas idénticas por separado. En una especial, sus cartas y fotos personales, en las demás las obras con sus respectivas marcas. Faltaban minutos para recibir a los enviados de la embajada y yo me sentía al borde del colapso. Tenía miedo de que algo saliera mal, de haber dejado un libro mezclado entre los míos, confundido alguna marca de lugar o haber olvidado esconder en la caja privada elementos fundamentales. Revisaba una y otra vez: Catálogo, marcadores, ubicación. Mamá cerraba con cinta las que ya estaban listas. De pronto, a punto de sellar la última caja, ví un libro caído debajo de la silla. No tuve que hacer esfuerzo para distinguirlo. Tampoco espere algo diferente. Tratándose de Los Libros Perdidos, el broche final debía ser especial. “Los exiliados”, de Casaccia, yacían boca abajo: el primer libro de Roa, el que me movilizó tanto, el de los sueños vividos que me enfrentaron a la realidad del desarraigo de La Biblioteca y su deseo de volver a casa. Cómo despidiéndose, Roa me recordaba porque había llegado hasta allí: el puente entre lo real y lo imaginario se mecía exactamente frente a mis ojos, una vez más.

Uno podría pensar que ya fue suficiente. Los Libros volvieron al Paraguay, lloré días enteros de emoción y pena, mirando mi biblioteca, conocí a la familia de Roa, sentí el amor y el agradecimiento inmenso de amantes de la magia y las letras. Las casualidades dieron forma a esta historia llevando La Biblioteca a casa. Sin embargo, aún quedaban piezas por mover.

Conté la historia verbalmente muchas veces. Dónde estaba el tesoro, cómo cambió mi vida, cuando llegó el momento de devolverlo a casa, qué sentí. Me esforcé por no restarle importancia a los detalles, por transmitir un poco de mi sorpresa, por maravillar a quienes me escuchaban como me habían maravillado a mí. Sin embargo, en casi todas las entrevistas surgió una misma pregunta: ¿Por qué no pedimos nada a cambio?

Monetizar un portal entre la realidad y la magia. Robar el tesoro de un pueblo. Aprovecharse de quien perdió sus puentes. Vender la magia. La pregunta recurrente me enfrentó a una realidad difícil de asumir. Estamos perdiendo la capacidad de sentir.

Entonces, pensé en el destino, en ese Roa que nunca pudieron callar y que siempre tuvo la palabra justa para cada oportunidad: cuarenta años más tarde, en medio de una modernidad a veces un poco egoísta, Los Libros trajeron, al menos para mí, algo en qué creer. Estuve segura, en aquel momento, de que aún me quedaba una tarea restante: tenía que contar la historia.

He demorado 360 días y nueve horas en poner en palabras mi travesía con Los Libros Perdidos de Augusto Roa Bastos. El descubrimiento de ese tesoro me mantiene cautiva en un laberinto de casualidades que, aún hoy, continúan revolucionando mi corazón. El proceso de empezar y abandonar borradores fue frustrante durante mucho tiempo. No lograba escribir una sola oración sin sentir que le restaba magia. No encontraba el modo de contar sin matizar detalles. Insólitamente, está vez no podía volver ficción algo tan real.

Estaba dándome por vencida cuando una tarde, buscando algo en mi biblioteca, cayó al suelo un papelito. Quizá una parte de mí estaba esperándolo hacía tiempo, porque antes de agacharme a levantarlo, sentí que, otra vez, Roa sonreía mirándome desde algún rincón. La letra, la tinta, el color de la hoja, era evidente que se trataba de una de las piezas del tesoro. Lo levanté emocionada, y me tomé algunos segundos antes de leerlo en voz alta: “Yo sueño cuando no duermo, cuando duermo no sueño”.

Por si el universo volviera a parecerme finito, la casualidad escondió esa primera frase de Roa durante todo este tiempo en mi biblioteca. Como esperando el momento en que iba a necesitar la inspiración para contar la historia. Quizá recordando aquello que Los Libros gritaron desde el primer día que serán los sueños los que vendrán a buscarnos si perdemos el rumbo, que los puentes están por todas partes y solo es cuestión de dejarse llevar, de animarse a ver más allá.

Desde algún lugar Augusto Roa Bastos volvió para decirme que sus letras, espadas y escudos de la libertad, nos cuidarán eternamente en un portal infinito entre lo real y lo imaginario, al que todos estamos invitados.

A 50 AÑOS DE LA PUBLICACIÓN DE YO EL SUPREMO, DE AUGUSTO ROA BASTOS

En el año 1989, Augusto Roa Bastos le decía a un periodista que no solo había perdido manuscritos, sino tambien bibliotecas enteras, “que se convirtieron en bienes de difunto”, y que él llevaba la cuenta de su exilio por las bibliotecas perdidas. Esta es la crónica del hallazgo de una de esas bibliotecas, precisamente la de Buenos Aires de los años 70.

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