Tendría entre 25 y 30 años de edad. Su piel curtida por el aire seco y las largas jornadas bajo el intenso sol del desierto lo hacían parecer mucho mayor. En su humilde vivienda, no lejos de aquel apacible lugar en que cuidaba animales, a esas horas descansaba su familia; tres inquietos niños, una joven adolescente y una esposa por la que sentía una gran añoranza. Quizás, porque sus ojos oscuros siempre le llenaban de esperanza.
La leyenda describe a aquel hombre como tosco, de poco hablar y sin mucho humor que apreciar. Sacrificio, dolor y una inigualable espera interior describían su vida. Sin embargo, aquella madrugada sus ojos estaban particularmente iluminados y su rostro rebosaba de un extraño gozo. Nadie sabe con precisión lo que ocurrió. El antiguo relato tampoco ofrece muchos detalles. Los que estaban con él también se mostraban con una alegría poco común. Así habían regresado tras visitar a “una mujer que acababa de dar a luz”, apunta escuetamente el escrito que tiene como escenario el centro de Cisjordania.
En su alforja ya no tenía el pan que le había preparado su familia para soportar la agotadora y fría noche, ni el puñado de sal para el camino. Ahora había un poco de paja, esa tan especial que trajo de aquel luminoso sitio a donde con entusiasmo fue junto con sus compañeros.
Dicen que se lo pidió al padre del recién nacido que parecía sonreír entre tejidos y harapos, animales y aromas particulares. Ahora, el sucio y desgastado bolso de pastoreo se había convertido en un preciado cofre. Aquellos trozos de hierba seca eran valiosos para él; la memoria de un regalo tan inesperado como inolvidable. De hecho, nunca más olvidaría aquella noche, la inexplicable alegría, el susurro de la conmovida madre, y el deseo que había despertado en él aquellos rostros reunidos en la pequeña gruta.

El relato del nacimiento en Belén, si bien imaginario, plantea –no obstante– un punto central de esta festividad. La Navidad sigue siendo la posibilidad –o, por lo menos, la pretensión– de un regalo inesperado para la humanidad. Esa presencia, ese niño, pobre e indefenso, es el ofrecimiento de paz, amor, perdón, gozo del corazón. Es su propuesta, es su mensaje. No tiene otro.
A la postre, es lo que todo ser humano desea: la plenitud, la libertad, amar y ser amado. El desafío de Belén es verificar, antes que afirmar o negar. Una celebración que nos pone ante la hipótesis de un imposible.
Esta fecha, además, vuelve a recordarnos que el ser humano, más allá de la raza, religión o ideología, posee en su corazón, un conjunto de exigencias y deseos inextirpables e inextinguibles que urgen una respuesta. Por alguna razón, existen y están ahí. Alguna respuesta plena debe haber. En este sentido, aunque ya no lo parezca, en medio del trajín diario y la lucha por el dinero y la concreción de nuestros proyectos, la Navidad sigue siendo para el mundo la propuesta –o, quizás la iniciativa– de una respuesta a estos deseos ontológicos de la persona.
El fantástico escritor y periodista Gilbert Keith Chesterton, más conocido como G. K. Chesterton, (1874-1936), había afirmado que “la Navidad no encaja en absoluto con el mundo moderno”. Y tal vez es así porque ya no podemos aceptar que exista una posibilidad que pueda llenar las expectativas de nuestra existencia. El mundo moderno niega la categoría de la posibilidad, y la Navidad es, en esencia, ese espacio de duda ante la negación.
Claro, también están otras opciones, en vidrieras, redes sociales, ideologías, estilos de vida, filosofías, entre otras tantas.
Y en medio de este abanico interminable de opciones, sin embargo, el test de prueba de que aquello es verdadero y corresponde a la dignidad humana, será siempre el mismo: Volver a casa con un regalo inesperado; la mirada cargada de esperanza y el corazón gozoso. Quizás como aquel anónimo pastor del antiguo relato.