01 jul. 2024

El saludable miedo a los antiderechos

Alfredo Boccia Paz | @mengoboccia

La Organización de Estados Americanos (OEA) es considerada la asociación regional de naciones más antigua del mundo, pues su origen se remonta a la Primera Conferencia Internacional Americana, celebrada en 1890 en Washington, donde se creó la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas. Luego de diez años, el Paraguay volvió a ser sede de su Asamblea General y, como sucede cada año, el organismo recibió críticas desde la izquierda y la derecha. Pese a los reproches sobre su incapacidad de cumplir sus fines, la visibilidad de esta reunión siempre es aprovechada por diferentes grupos sociales para exponer sus reclamos y posiciones.

Desde hace más de una década la defensa de los derechos humanos ocupa el centro de una discusión ideológica que ha venido debilitando el sistema de protección internacional, que constituye el último recurso de personas y grupos cuyos derechos son vulnerados por muchos Estados. Esa visión contrapuesta pudo observarse en la reciente Asamblea. Más de cuarenta organizaciones de mujeres y de la sociedad civil se movilizaron para reclamar al Estado paraguayo políticas públicas con perspectivas de género, racial, de discapacidad e intercultural, así como acciones ambientales y territoriales. Se trata, básicamente, de desigualdad y discriminación.

Pero son esas, justamente, dos palabras que irritan a los grupos conservadores, pues consideran que esconden una avanzada de la “colonización ideológica” de la agenda progresista. Las organizaciones “provida” también se manifestaron y desarrollaron un potente lobby que consigue unir a las iglesias evangélicas y católicas en contra de la llamada “ideología de género” y que enarbola la protección de la soberanía, la vida y la familia.

En esta ocasión, la delegación paraguaya disfrutó de una aliada aún más reaccionaria: la Argentina. Milei estableció líneas políticas radicales contra los derechos de casi todas las comunidades –diversidad sexual, mujeres, pueblos originarios, discapacitados, etc.– hasta el punto de poner en entredicho incluso resoluciones aprobadas hace años con consenso internacional. Se opusieron a la inserción en los textos de las “palabras malditas”: género, población LGTBI, cambio climático, racismo, criminalización social y similares.

El Gobierno paraguayo quedó encantado y envalentonado con estas ideas retrógradas. Bolsonaro, el amigo que ya no está, no se animaba a tanto. Este escenario es preocupante en un país que es reticente a adherirse a Convenciones internacionales contra la discriminación y poco dispuesto a asumir sus responsabilidades firmadas ante la comunidad regional. Los gobiernos colorados de Cartes, Abdo y Peña impulsaron con fines electorales consignas simplistas, prejuiciosas y discriminatorias que penetraron exitosamente en una sociedad impregnada por la matriz más conservadora de toda América. Solo en un contexto así puede entenderse que la senadora neocartista Zenaida Delgado –otro podrido regalo de Payo Cubas a nuestro Parlamento– proponga el absurdo de eliminar la palabra “género” de la comisión del mismo nombre.

El problema de estos avances es que nunca son simplemente iniciativas “antiideología de género”, sino que siempre se transforman en antiderechos. No les gusta esta adjetivación, pero existen y, sí, producen temor. Son los grupos de personas que se oponen al reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos. En general utilizan la religión para vetar derechos de las mujeres, el reconocimiento de la diversidad sexual y la pluralidad de familias. Su influencia política es enorme.

Imposible no tenerles miedo a los fundamentalistas religiosos. Han logrado frenar leyes importantes y están cada vez más presentes y coordinados con organizaciones internacionales. El abogado brasileño Paulo Abrão, experto en derechos humanos, lo pone así: “Si en el pasado los gobernantes eran elegidos prometiendo defender derechos humanos y luego no cumplían, ¿qué pasará ahora que están siendo elegidos con discursos antiderechos?”.

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