En un país colmado de políticos mentirosos e inescrupulosos, José María Ibáñez eleva la vara para el resto.
Primero descalificó las publicaciones periodísticas y la imputación en su contra por hacer figurar a tres caseros suyos como funcionarios a su cargo en la Cámara de Diputados. Luego nos enteramos de que incluso se quedaba con el sueldo público de ellos y les entregaba solo una parte del dinero que el Estado abonaba en sus nombres.
En el 2014 pidió perdón e intentó llegar a un acuerdo con la Fiscalía para hacer una donación simbólica y así quedar libre, sin antecedentes penales ni impedimentos para seguir siendo congresista. La presión mediática frenó este pacto hasta el 2018, cuando sigilosamente el Ministerio Público y el Poder Judicial finalmente aceptaron la suspensión condicional del procedimiento.
Días atrás, Ibáñez dio su descargo ante sus pares y, en medio de una ensalada de ideas inconexas, dijo que él nunca admitió ser un delincuente. Esto, a pesar de que sí reconoció los hechos por los cuales fue procesado y solo mediante esto accedió a la salida procesal.
Ibáñez en todo momento exhibió el mismo cinismo que lo llevó a pagar con dinero público a sus empleados privados y que ahora le permite atornillarse en el cargo.
El caso de Ibáñez es paradigmático, porque refleja el alcance que puede tener la presión ciudadana y cómo nuestras instituciones no están preparadas para un saneamiento real. De no ser por las protestas frente al Congreso en los meses finales del 2013, el legislador no hubiese sido imputado. Esto no quiere decir que no había méritos para procesarlo; los había y de sobra.
Sin embargo, el Ministerio Público no hubiese osado procesar a Ibáñez, o a Víctor Bogado o a Enzo Cardozo, si es que la indignación no ganaba las calles. Esto se evidencia en el hecho de que en los años anteriores eran poquísimos los parlamentarios procesados por la Justicia.
Como nunca antes, en el 2013, miles de personas salieron a manifestarse contra las niñeras y caseros de oro pagados por el Estado. La Justicia dio señales positivas al procesar a una decena de legisladores, pero los engranajes judiciales congelaron los procesos y finalmente el Poder Judicial y el Ministerio Público mostraron su habitual apatía a la hora de perseguir a los poderosos. Así, el diputado que confesó haber estafado al Estado logró quedar libre de proceso, con un prontuario limpio y libre de seguir ocupando el mismo cargo desde el cual traficó influencias: el sistema falló a todos aquellos ciudadanos que salieron a las calles a pedir un castigo a los corruptos.
A pesar de haber sido salvado por sus colegas que votaron en contra de la pérdida de investidura, Ibáñez nuevamente se ve en aprietos por la indignación de una masa de personas que incluye a sus vecinos, socios del Club Centenarios, estudiantes universitarios y gente de distintos estratos sociales que coinciden en un punto: Ibáñez ya no puede formar parte del Congreso ni de nuestra clase política.
En su descargo el diputado mencionó varias mentiras, pero dijo una verdad: él es un perseguido y el sector que busca echarlo, aquellos que hace cinco años ya se manifestaron en su contra, es muy poderoso.