Ha callado el siempre enredado pero tierno crack del fútbol paraguayo, Romerito. Ha callado la voz cavernosa del recordado empresario y dirigente deportivo Abraham Zapag. Ha callado el adulón obispo de Caacupé adicto a la dictadura, monseñor Demetrio Aquino. Ha callado el bonachón papa Juan Pablo II, ahora santo del mundo católico, tratando empeñosamente de rezar y saludar en guaraní con su característico acento polaco. Ha callado el dictador general Alfredo Stroessner, con su gangosa entonación, tratando de sostener su interminable, aburrido y autoritario discurso.
No deja de resultar sorprendente que una misma voz haya podido ser, a la vez, todas las voces, con un don de similitud tan precisa, tanto que más de una vez –escuchándolo por radio, en algún juego de imitación y engaño tan creativamente elaborado por él y por los productores de algún programa–, habíamos llegado a creer que la voz original era acaso la voz falsa y viceversa.
Dicen que el tirano Stroessner escuchó una vez un primer fragmento de su discurso simulado en un programa de radio y exclamó ante sus colaboradores: “Pero... ¡ese soy yo!”. Desde entonces, él nos contaba que un pyrague de la Antelco tenía instrucciones de escuchar todas sus llamadas telefónicas, para evitar que se le ocurra imitar al dictador y dictar alguna “orden superior” por teléfono.
Nacido en 1948, en el seno de una familia campesina humilde, a apenas siete meses de vida le detectaron la parálisis infantil que le dejó para siempre graves dificultades de movilizarse con su pierna derecha. Lejos de amilanarse, hizo de su impedimento físico una virtud, un recurso para sus gags humorísticos, un factor de empatía con el público, una razón para luchar por los derechos de las personas con discapacidad.
Se llamaba Luis Carlos Vera, pero todos los conocíamos como Carlitos Vera, en homenaje quizá a aquel otro Carlitos, el del cine, el del humor crítico inmortal. Ya venía sorprendiendo con su gran don de imitar a personas como el popular periodista deportivo Julio Del Puerto, desde el querido barrio Jara de su niñez y adolescencia, en festivales parroquiales y eventos de beneficencia, cuando su amigo y mentor, Juan Bautista Castillo, el gran mago Nizugan, le puso el apodo definitivo una noche de 1968, cuando lo empujó al escenario: “¡Con ustedes, el hombre de las mil voces, Carlitos Vera!”
Fue, tal vez, un pionero local de la técnica de monólogos cómicos que hoy se denomina stand up. Le bastaba situarse frente a un micrófono para generar un festival de carcajadas. Su humor era sencillo, profundamente popular. No hizo un humor contestatario, pero tampoco fue complaciente. En la simulación de sus personajes siempre había una velada crítica a los políticos y a las autoridades corruptas, aunque lo suyo fue principalmente un retrato de costumbres del ser paraguayo. Su partida nos deja el silencio de mil voces. Los desesperados llamados de sus familiares a la solidaridad pública, para costear los muchos gastos de su enfermedad, agravada por el Covid-19, nos retratan una vez más lo difícil que resulta vivir del arte en el Paraguay, nos muestran otra vez más cuán desamparados de asistencia están nuestros más amados artistas. ¡Gracias, por tanto, querido Carlitos!