Ahora, transcurridos los primeros años el siglo XXI, puede notarse que algo cambió aunque en sentido contrario de los postulados mencionados. Los motivos del fenómeno podrían justificarse por la acelerada sucesión de acontecimientos, el desgaste social y la cantidad de cambios en todos los niveles –especialmente tecnológicos– que nos han sumido en el desconcierto.
Mientras, paralelamente, la profusa información “virtual” y el uso masivo de los medios alternativos nos han introducido en una realidad encajonada en la breve dimensión de un teléfono celular. De acceso permanente y constante, desde lo más nimio hasta lo impactante, fenómeno que también nos ha deparado a un estado de desconcierto o indiferencia.
Nos aleja de todo aquello que en otro tiempo fuera motivo de nuestras preocupaciones cotidianas.
Y que sin que frente a ellas, manifestemos ninguna capacidad de reacción; o siquiera nos interese manifestarla.
No es lo mismo que el acceso a un estado filosófico para asumir una realidad que no podemos controlar. Es simplemente indiferencia. Es como decir: “Me abruman con todo eso!” … “no quiero saberlo” … “¡no voy a resolverlo y no me interesa!”. .
Nuestros gobernantes… felices. Sin motivos para preocuparse de mucho, salvo el “estar ahí”… en las alturas del Poder, se entiende. Sin siquiera advertir el fenómeno, como parte de funciones que en otro tiempo, eran ejercidas para que los males no se propaguen mientras llegaban las soluciones.
En tanto ellos “se aseguran de asegurarse” que no tendrán contratiempos… ni castigo alguno para sus omisiones.
Además, “el sistema” irá proveyendo oportunidades para que todos puedan revestirse con la ropa limpia sobre la sucia.
Ante la magnitud de los problemas, de las escasas posibilidades de solución y la falta de voluntad de propender hacia ellas, cunde la indiferencia. Un Estado social que tiende a la contemplación. A ser meros testigos del simple transcurrir de las cosas. Sin ninguna obligación de intervenir en ellas. Es el reiterado y folklórico “¿mba’e pio chéve?” (¿a mí qué me importa?”).
Deberíamos preguntarnos; no obstante: ¿Sirven las leyes, las ordenanzas, las disposiciones de gobierno? ¿Existen estudios o encuestas sobre “cuánta disposición legal” se desatiende en nuestro país?
Un breve sobrevuelo sobre el digesto de leyes y ordenanzas nos dirá que no es poca. Aunque la cuestión desde el Gobierno, los gobiernos, es aparentemente, hacer. Y en el mero hacer, sin decisiones amparadas en lo legal o en procedimientos correctos, nos exponemos –como se ha verificado hasta el hartazgo– que lo hecho no es siempre útil, está mal concebido y peor ejecutado.
Que en el sinuoso camino para la “obra de progreso”, se han admitido sobrecostos apelándose a una equilibrada “multiplicación de los panes” (dentro del medio partidario oficial), en vez de un legal y riguroso proceso licitatorio. Para que con lo anterior, nadie se anime a criticar –o critique– lo hecho.
Hechas estas observaciones, los ejemplos se precipitan. Sólo por dar una sucinta, breve e incompleta relación de los mismos, van unos ejemplos:
* Pavimentos asfálticos; calles y rutas pavimentadas sin estudios de napas o correntías. Y sin estudios urbanos ni alternativas en cuanto a materiales.
* Ciclovías útiles y funcionales a las necesidades de la ciudad y sus habitantes. Es decir, para promover el uso de la bicicleta como una alternativa saludable y segura para el transporte individual; y no sólo para la distensión o el deporte. Las recientemente construidas son de poca o ninguna utilidad.
* Viaductos. Sin estudios y sin que concretaran el orden o mejorar la agilidad del tránsito. Cuando se notan atascos vehiculares en la cima de estas pomposas construcciones, tenemos el derecho a sospechar que las intenciones no fueron concretadas.
Continuaremos con el tema.