El funcionario, acorde con la línea simplista del estamento al que representa y que busca salidas cómodas a un fenómeno cada vez más complejo, como la inseguridad de un país, orienta su pensamiento hacia una minúscula arista, de la cual cree que podría aparecer la panacea para erradicar la delincuencia en las calles.
Pero hagamos un ejercicio de memoria e intentemos buscar las causas reales de este desbarajuste en el que no solo las autoridades, sino la ciudadanía entera, deberían estar involucradas para generar el viraje necesario y aminorar el angustiante nivel de hechos delictivos, que hasta enlutan cotidianamente a familias trabajadoras. Interpretemos las razones que llevan al caos y a la ley de la jungla.
El círculo vicioso de la pobreza puede erigirse como el gran paraguas, bajo el cual reinan la desigualdad y la inequidad, al percibirse una sociedad en que pocos privilegiados disfrutan de las mieles de la abundancia económica, acceden a los puestos clave en las reparticiones públicas con ingresos jugosos, amañan licitaciones para beneficiar a los amigos; o bien operan desde el sector privado, mediante sectores que participan del engranaje de contrabando a gran escala, evaden impuestos y chantajean al poder para único beneficio de su facción o gremio.
Frente a aquellos, aparece una masa de gente que busca aunque sea “empatar” a fin de mes, padece el insensible y peor servicio de transporte público de la región, le niegan el derecho a recuperar dignamente su salud en hospitales y no consiguen un aula siquiera modesta para sus hijos, con educación de calidad y acorde a los tiempos que se viven.
Esa ciudadanía ve cómo desfilan por los cargos públicos aquellas figuras ya manchadas de corrupción, pero que resultan premiadas y recicladas, porque “son del partido” y hay que reivindicar el prebendarismo atávico.
Nos damos cuenta de que el enfoque, el abordaje y la arista van cambiando, y no se ajustan a la hipótesis del ministro, que solo ve solución en el cuartel, como cualquier mente reaccionaria alejada de un razonamiento y de un análisis holístico del fenómeno.
Cada 6 minutos hay una nueva víctima de inseguridad en Paraguay; más de 19.000 denuncias por robos y hurtos se registraron en los primeros tres meses del 2023, según el Ministerio Público. Este dato es nefasto, y habla más bien acerca de la incapacidad de un gobierno –que ya va por los 75 años en el poder, con un paréntesis breve de una alianza de visión distinta– de brindar las bases para un verdadero desarrollo de su población, a través de servicios públicos de calidad.
Sumemos la falta de oportunidad del bono demográfico para encontrar una ocupación coherente –que aleje a muchos de la changa o la limosna–, opciones para generar ingresos legales e incentivos al emprendedurismo, facilitación hacia los mandos medios, tan necesarios para absorber a cientos de jóvenes que miran el horizonte y solo ven un pañuelo rojo y la obediencia ciega para escalar posiciones o superar su pobreza, en este caso material e intelectual.
En estos enfoques debería acentuar su pensamiento cualquier gobierno que busque soluciones ante la delincuencia, y sobre todo también concienciar a quienes solo incentivan el uso de las armas de fuego para repeler la oleada criminal, porque ya sabemos adonde llevará esa vertiente.
Si no hay apuesta por una visión democrática en que la educación, la salud y las oportunidades sean enfatizadas, no servirán ni mil cuarteles para evitar que el contexto delincuencial se eleve a la enésima potencia, ya que la violencia es palpada en todos los estamentos, incluido el mismo Estado.