Una noche de septiembre de 2020, Hanna Kanavalava y sus nietos Iván y Anastasia cruzaron caminando la frontera con Ucrania para huir de la represión en Bielorrusia.
“En ese momento Iván me preguntó: ‘Abuela, ¿mamá está en la cárcel?’ Y le dije la verdad”, recuerda en Varsovia Hanna Kanavalava.
Desde hace casi 4 años, Iván y Anastasia, de 9 y 7 años hoy, están separados de su madre y su padre, condenados a 5 años y medio y a 6 años y tres meses de prisión por oponerse al líder bielorruso Alexander Lukashenko.
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Su abuela, de 60 años, los llevó brevemente a Ucrania y luego a Polonia para evitar que fueran capturados por los servicios sociales y potencialmente utilizados como medio de presión contra sus padres.
Kanavalava también está a cargo de otros dos menores, hijos de una opositora política.
Como ellos, cientos de niños son víctimas colaterales de las persecuciones en Bielorrusia.
Este país, aliado del régimen de Vladimir Putin, cuenta con aproximadamente 1.400 presos políticos según la ONG Viasna, que está prohibida y cuyo fundador y colaureado del Premio Nobel de la Paz 2022, Ales Bialiatski, está en prisión.
Durante el verano de 2020 decenas de miles de personas se movilizaron por la opositora Svetlana Tikhanovskaia, que continuó la lucha de su esposo encarcelado desafiando a Lukashenko en las elecciones presidenciales.
Este último, en el poder desde 1994, reivindicó la victoria con 80% de los votos. Siguieron protestas de una magnitud histórica, y luego la represión con arrestos, torturas, y penas de prisión.
El 6 de septiembre de 2020 la madre de Anastasia e Iván, Antanina Kanavalava, colaboradora de Tikhanovskaia, fue arrestada en Minsk.
Los niños abandonaron el país con su abuela cuatro días después. Su padre, Siarhei Iarashevich, fue arrestado el 2 de octubre de 2020.
Desde entonces la familia se comunica por correo, aunque la correspondencia con los presos políticos está limitada en Bielorrusia, fuertemente censurada, e incluso prohibida para algunos.
Iván y Anastasia tienen derecho a escribir a su madre y a una videollamada de 5 minutos como máximo, una vez al mes, bajo supervisión.
Hanna siente que sus nietos, especialmente Anastasia, olvidan progresivamente a sus padres. La pequeña quiere convertirse en “médica o veterinaria para ganar mucho dinero”.
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“Quiero gastarlo en curar a mamá y papá”, comenta Anastasia, cuya madre desarrolló graves problemas de visión en prisión. “Y será para comprarles un billete a Varsovia cuando sean liberados”, continúa.
Antanina puede esperar ser liberada a finales de 2025, a menos que su pena sea prolongada, pero cuando salga Hanna teme encontrarla destrozada. “Mi misión será ayudarla a renacer, a curarse y a reconectar con sus hijos”, susurra para evitar que sus nietos la oigan.
Mientras tanto los lleva regularmente a manifestaciones organizadas por la oposición en el exilio.
Volha Vialitchka, una psicóloga bielorrusa que conoció a unos sesenta niños de presos políticos, ha visto mucho “dolor, desesperación y rabia”. Estos niños tuvieron que convertirse “prematuramente en adultos”, observa.
Unos días después de una primera entrevista, la AFP volvió a encontrarse con Hanna y su tribu en las afueras de Varsovia, frente a su nuevo departamento.
No tiene un alojamiento estable por falta de ingresos y depende de la ayuda de la diáspora bielorrusa, ucraniana y del Estado polaco.
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Esta nueva mudanza despertó en su nieto el trauma de la huida. Tiene pesadillas en las que ve “a sus padres ser llevados por soldados”, relata la abuela, al tiempo que presenta a los otros dos niños que viven con ellos desde mayo de 2023, Marcel y Timur Juravliov, de 5 y 15 años.
Su madre, Olga Juravliova, perseguida en Bielorrusia por su oposición política, también huyó a Polonia. Cayó en la depresión y la adicción, y murió en abril de 2024 por una sobredosis.
“Mi madre murió porque nadie estaba con ella”, dice Timur, afirmando que Marcel lloró mucho al comprender que su mamá no volvería y luego simplemente dejó de hablar del tema.
Fuente: AFP