En la conformación de nuevas autoridades dentro de la región, asistimos en los últimos años al fenómeno de variación constante en el signo político al interior de algunos países, con sus particulares características en el juego de intereses y en las orientaciones ideológicas. En Paraguay, solo hubo una alternativa (Fernando Lugo) frente al signo atávico oficialista, que luego retomó las riendas del poder.
Hoy le toca a Brasil, nuestro gigante vecino, asistir a la segunda vuelta para elegir a quien comandará la primera magistratura: Lula da Silva (progresismo, izquierda, anhela gobernar de nuevo), y Jair Bolsonaro (actual mandatario con intenciones de reelección; enarbola la bandera de la derecha conservadora, con discurso radical e intolerante).
Siempre se observa, desde los diferentes sectores, de qué manera se arma el tablero de ajedrez en las cúpulas de poder de las naciones y –de manera a enfatizar a priori lo que se percibe como característica de una u otra ideología (hablamos de izquierda o derecha)– automáticamente se alinean muchas voces que lanzan improperios o defensa férrea hacia la otra facción.
Ciertamente, la radicalización, las posturas muy encontradas y la polarización vienen corroyendo el debate público en cada país que uno pretende observar y analizar; con lo que se aleja algún intento de edificación de la acción colectiva que, como sociedad, debiera priorizar cada grupo humano.

Atendiendo a las experiencias cercanas en el tiempo, en Colombia, Chile y Perú, países en que las facciones que enarbolan principios más de izquierda en la concepción del poder lograron ocupar los principales espacios de decisión, y que otros gobiernos de la región también están inscriptos en esa tendencia, la visión de muchas personas con tinte más conservador es abrir el paraguas y avizorar el fin de los tiempos, la futura catástrofe asegurada y la vuelta a escenarios de mayor pobreza para casi toda la población.
Al tomar como ejemplo los casos de Venezuela y hasta de Nicaragua, advierten que el camino de América Latina no es por la vía de mayor estatización, énfasis en la justicia social mediante programas que beneficien a los más vulnerables y cierta regulación desde el estamento público al dinamismo propio del mercado. Obviamente, ambos países ya no representan los paradigmas de esta ideología, porque se constatan atropellos a la oposición y a los disidentes desde el gobierno mismo, con abusos de poder señalados por organismos de derechos humanos.
También Argentina puede inscribirse dentro de lo que se define como “lo que no hay que hacer”, a sabiendas de las décadas de caída libre en la economía y en el manejo del poder, ya que las decisiones gubernamentales optan por el populismo antes que por ciertos ajustes en el despilfarro oficial, alargando la agonía y sumiendo a la población en una batalla perdida desde el vamos frente a la galopante inflación.
Lo sano y maduro para las decisiones soberanas de cada país vendrá siempre desde el fomento de la alternancia, mediante elecciones libres; y la participación de colectivos humanos que prioricen miradas más amplias, acciones más concretas hacia el bien común, frente a la vieja política que solo beneficia al entorno del poder y se olvida del servicio a la gente.