El tema laboral tiene relevancia por muchas razones. En primer lugar por el deterioro que se observa en los últimos años en muchos indicadores de empleo con tendencias que venían de antes de la pandemia. Probablemente el dato más resaltante es la persistente caída del ingreso laboral real, lo que lo llevó a ubicarse en este momento en el mismo nivel que una década atrás.
El ingreso laboral representa el 85% de los ingresos de los hogares, por lo que su retracción tiene alto impacto negativo en el bienestar, más todavía en un país en que los servicios públicos tienen baja cobertura y calidad, lo que hace que esos ingresos deban financiar hasta medicamentos, útiles escolares y motocicletas.
La retracción de los ingresos laborales influye de manera directa en la pobreza monetaria, cuyo nivel se mantiene alto y estable, luego de verificar una continua reducción. Desde hace 7 años esa tendencia no solo se ralentizó sino que se hizo inestable, por lo que el promedio de pobreza se mantuvo en 26% o lo que es lo mismo, un cuarto de la población se ubica por debajo de la línea.
Además de los bajos ingresos, el mercado laboral se caracteriza por su histórica precariedad si se analizan los datos de seguridad social: 40% de evasión a la seguridad social, 65% de trabajo en condiciones de informalidad. Mujeres y jóvenes son los principales afectados, especialmente si viven en las zonas rurales. No hay calidad de vida sin empleos decentes.
En segundo lugar, no solo tenemos deudas con el pasado que exigen reformas laborales y productivas de gran intensidad. Si nos proyectamos al futuro aparecen grandes desafíos. Estamos ante la última etapa para aprovechar el bono demográfico. Si el país no logra en el corto plazo garantizar cobertura universal de educación, elevar a 12 años promedio de estudios de la mayoría de la población y mejorar sustancialmente la oferta educativa relacionada con las capacidades laborales, habremos perdido la posibilidad de superar un modelo económico basado en la producción y exportación de bienes de bajo valor agregado.
También perderemos la oportunidad de aprovechar la transición energética y las ventajas de Itaipú. Necesitamos cambiar la matriz productiva de manera a generar empleos que requieran y absorban trabajadores cualificados; de otra manera, los esfuerzos que realiza el país en términos educativos serán aprovechados por otros países por la migración de los jóvenes, tal como ya ha ocurrido en el pasado.
En tercer lugar, pero no menos importante, es el impacto de los empleos de calidad en la sostenibilidad del crecimiento económico, de los regímenes previsionales y de la deuda a través de las contribuciones que trabajadores y trabajadoras bien remuneradas realizan a la seguridad social y al sistema tributario. Sin recursos será imposible continuar ampliando la infraestructura, pagar la deuda y las jubilaciones y generar consumo para el mercado interno.
Finalmente, no se puede obviar la importancia de los empleos de calidad para la democracia y gobernabilidad. Una población con autonomía económica y derechos que les garantizan certidumbre y seguridad cuenta con mayor cohesión social y es menos vulnerable a liderazgos mesiánicos, al avance del narcotráfico y al clientelismo político.
No hay sociedad que avance con empleos precarios, niveles altos de pobreza, crisis de deuda y de sus sistemas previsionales y bajas recaudaciones tributarias. Si queremos avanzar, el trabajo de calidad debe estar en el centro de las políticas económicas.