Pudieron torturarle y destruir su cuerpo, hasta lancear, abrir y desangrar su corazón, pero no pudieron matar ni enterrar su amor. Como dice el Cantar de los Cantares: “Ni los torrentes de agua podrán apagar el amor ni los ríos ahogarlo” (Cantar 8,7).
El Calvario se ha convertido en la cátedra universal del amor absolutamente incondicional. Jesús personaliza la paradoja inédita en la que la víctima siente compasión de sus crueles verdugos que lo crucifican, los excusa ante Dios Padre, a quien le pide para ellos su misericordia, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
El amor de Jesús no pudo ser crucificado ni sepultado, porque el amor humano es original y esencialmente espiritual y trascendente, trasciende con su energía a toda nuestra biología y todo nuestro cuerpo, a toda nuestra psicología, a todas nuestras relaciones sociales, el espacio y el tiempo hasta la eternidad. El amor de Jesús, por ser además de humano, divino, trasciende también a toda la humanidad y el cosmos.
En el Calvario como en toda su misión, del centro de su corazón su amor brota inagotable y se desplaza, se fuga especialmente a los débiles, a los que sufren, a los pobres, a los marginados, incluso a los pecadores, desde la cruz, derrocha gratitud y generosidad con el buen ladrón, acogiéndolo y garantizándole su amor; “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
El amor es centrífugo porque nos desplaza al centro, a la intimidad de la persona amada, Y así es el dinamismo afectivo de la energía poderosa del amor de Jesús. La cumbre de la centrifugación del amor de Jesús la ocupa su amor y fidelidad a Dios Padre. La misión y toda la voluntad del Padre son su alimento y el sentido de su vida, de su pasión y de su muerte, aun cuando en esos terribles tormentos se sintió abandonado. Al final, confirmó su fidelidad y su confianza en Dios Padre, diciendo: “Todo lo he cumplido. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Dicho esto, murió.
El centurión romano aseguró la muerte atravesando el pecho con la lanza hasta abrir el corazón para que Jesús nos diera las últimas gotas de su sangre, signo sensible de la entrega de todo su ser y confirmación definitiva de que su amor triunfaba también en la muerte, Más aún, al tercer día resucitó, porque la energía de su amor divino (Jn 15,9) le dio la victoria también sobre la muerte.
El magnetismo del amor de Jesús en su pasión, muerte y resurrección trasciende la historia de la humanidad, tal como Jesús mismo lo profetizó: “Cuando sea levantado en alto (se refería a su cruz en el Gólgota) atraeré hacia mí a todas las naciones”. Y pensando en Cristo resucitado, san Pablo nos revela al principio de la carta a los efesios que todo lo celeste y lo terrestre será recapitulado en Cristo, confirmando el triunfo del amor de Cristo.