Si alguien, en la época, lo hubiera juzgado como un funcionario simpático e inofensivo hubiera estado muy equivocado. Era un político calculador con una sólida formación intelectual. Era el poder detrás del poder. Comenzaba a ser llamado como el Monje Negro.
Siendo muy joven, había participado de las negociaciones iniciales de las represas de Itaipú y Yacyretá. La confianza que Stroessner le brindaba provenía de la amistad con su padre, José Pappalardo, su camarada artillero en la Guerra del Chaco. Ambos fueron ricos, gracias a varios emprendimientos empresariales y ganaderos. Pero también Stroessner supo retribuir la lealtad con 4.000 hectáreas de tierras públicas a cada uno.
En el lodazal de las violaciones a los derechos humanos, Pappalardo era la imagen social necesaria de la dictadura. Un civil refinado, “con el que se podía hablar”, pese a que conocía a profundidad lo que sucedía en las mazmorras. Maestro del tráfico de influencias, era el gran nexo para negocios y contactos palaciegos. Se movía con soltura y doblez en varios ámbitos. En un episodio clásico de la criminal Operación Cóndor, mientras ayudaba al dictador chileno Pinochet a conseguir pasaportes paraguayos a sus sicarios que se aprestaban a matar en Washington al ex canciller Orlando Letelier, era capaz de mantener informada a la Embajada norteamericana de cada uno de los pasos.
Nunca perdía la sonrisa ni el espíritu dialoguista con los opositores. Algunos colorados tenían esa característica, como Miguel Ángel Bestard, secretario del tenebroso Sabino Montanaro, y el político Leandro Prieto Yegros. Pero Conrado Pappalardo tuvo más suerte que ellos: Sobrevivió indemne a la caída de Stroessner. Es que, poco antes, la “militancia” expulsó de la convención colorada a los “tradicionalistas”. Y él era uno de ellos. Se apartó del cargo y, con eso, ganó el carné de demócrata. Como si nada hubiera cambiado, apareció de nuevo la tarde del golpe organizando la apresurada ceremonia de juramento de Andrés Rodríguez. De quien sería, obviamente, su secretario general. Desde allí, enseñó al tosco general los modales de un demócrata, como si él mismo lo hubiera sido de toda la vida.
Tenía entonces 54 años. Era su hora de hacer política en serio. Recibió en la frontera al mítico líder comunista Ananías Maidana, luego del largo exilio. Comunicó a los directores de medios de prensa clausurados que podían abrirlos y fue el gran articulador de la participación opositora en las primeras elecciones. Tuvo tiempo de escribir el libro Itinerario constitucional, de enorme valor para los debates que culminaron con la Carta Magna de 1992.
Cometería luego un error fatal. Había crecido la figura de Lino Oviedo. Pappalardo vio en él el sueño de resucitar los buenos tiempos del stronismo. Otro general al poder y él como figura civil clave. Se ganó el odio de Luis María Argaña, quien le adjudicó un mote despectivo: Mberu Letrina (mosca de las letrinas). Fue arrastrado por la vorágine de fanatismo y violencia del oviedismo.
El Marzo Paraguayo signó su declinación definitiva con historietas de republiqueta: Retenido y golpeado en el baño de la Cámara de Diputados, prófugo con la humillación que el Brasil le niegue el asilo, sobreseído de ser el autor moral del asesinato de Argaña y suficientemente longevo como para que los jóvenes lo desconozcan.
Pappalardo se fue de este mundo como el último dinosaurio político de nuestra historia reciente. Amable y exquisito en el trato. Pero dinosaurio, al fin.