“Aunque en la calle me reconocen. Estoy triste y me río. El concierto está lleno, pero yo estoy vacío... A veces ya no quiero estar aquí. Me siento solo aquí, en el medio de la fiesta...” Son fragmentos de una canción (René/2020) del rapero puertorriqueño Residente. Hay algo que no podemos llenar; un “grito” frecuente y cotidiano en nuestra sociedad. ¿Quién no lo experimenta?
Entre los seguidores del ex Calle 13, alguien escribe: “Hace un tiempo que me siento vacío y creía que era porque no estaba en el lugar que debía, pero ahora que cambié todo mi entorno sigo sintiéndome igual, el vacío no se va...”
Es la expresión de una necesidad que lleva miles de años en el corazón humano y que pareciera no dejarse satisfacer fácilmente y que, incluso, preferimos ocultarla o acallarla. No queda muy bien hablar de ello. Así evitamos vernos como muy complicados; tal vez deprimidos o con algún problema de salud mental en una sociedad más bien pragmática y tecnológica que aparenta tener la solución a todo. Sin embargo, no importa la edad, el estatus social, oficio o actividad profesional que se tenga; la sensación de vaciedad estará por ahí, latente o presente.
“Tuve cada vez más a menudo –me es penoso confesarlo– el deseo de ser amado. Por supuesto, un poco de reflexión me convencía cada vez de que este sueño era absurdo, la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha”, escribía el controvertido Michel Houellebecq en su libro La vida es rara, dejando al descubierto esa llaga de la que nadie puede afirmar estar ajeno.
El sacerdote y pensador contemporáneo Luigi Giussani (1922-2005) define el “corazón” como ese complejo de exigencias originales de felicidad, verdad, belleza y justicia con el que el hombre nace y vive cada día, sea de la cultura o creencia que sea. Y es este “corazón”, el que al enfrentar la realidad cotidiana experimenta la insatisfacción; “pide lo imposible, desea el infinito”, dice el autor. Quizás necesitamos asumir un poco más esta “sed inextinguible” que nos caracteriza.
El problema principal, por decirlo de algún modo, es que no se puede desafiar o responder a este vacío con palabras o discursos.
Y en este punto solo hay dos opciones: mirarlo de frente y dar pasos hacia alguna respuesta, o intentar anestesiarlo lo más que se pueda. Está claro que en la actualidad, a través de la poderosa red de Internet y sus múltiples y atractivas herramientas se estimula con ahínco esta última opción. Sin embargo, se trata de una empresa con fecha de caducidad. El vacío vuelve.
Asimismo, en una sociedad altamente consumista y mercantilista es fácil asegurar que el dinero es capaz de satisfacer cualquier tipo de necesidad, incluso la sed más inexplicable de felicidad y significado de la vida. Y aquí es cuestión de mirar con honestidad las experiencias y sacar las propias conclusiones.
Ese vacío, sin embargo, aunque amargo es positivo y desde hace siglos una gran esperanza para el hombre y la mujer de todos los tiempos; el muro que impide al ser humano ser “domesticado” y manipulado por la falsedad de lo aparente, de modas y espejismos. Al final se desea la justicia real no la que queda en lindos discursos; el amor que perdura y sostiene, más que ocasionales caricias que se desvanecen; el gozo que llena y queda, y no solo momentos felices.
Tomar en serio la propia necesidad, la herida misteriosa que tenemos en el corazón, es el primer paso para avanzar. Mirarla con ternura y dejarse provocar por ella es más razonable que negarla. En este tiempo de tanta soledad y dolor ocultos, urge encontrar personas y lugares que promuevan esa honestidad con el reclamo testarudo del “yo profundo”. Los discursos no bastan, solo hechos y rostros sinceros. Un gesto de amor propio, necesario para emprender un camino razonable y más correspondiente a nuestra naturaleza y dignidad.