Más allá de los rimbombantes discursos políticos, esta es la realidad del trabajador en el Paraguay y de los pequeños comercios que emplean a la mayoría. Son establecimientos casi siempre familiares, con un empleador que nunca está seguro de poder llegar a fin de mes con ingresos suficientes como para pagar los salarios y los demás costos operativos de su negocio. Más de la mitad no puede acceder a créditos formales y depende de los prestamistas del voraz mercado negro, donde pagan intereses desde 150% por ciento anual en adelante.
Estas empresas son chiquitas y no tienen financiamiento, y sus empleados, que representan al trabajador promedio paraguayo, aun haciendo su mayor esfuerzo, mantienen un nivel de productividad terriblemente limitado por deficiencias casi insalvables, producto de una pobrísima formación escolar. Alrededor del 60 por ciento de los hombres y mujeres de entre 18 y 25 años empleado o que busca empleo no es capaz de realizar operaciones matemáticas básicas, y le resulta casi imposible leer e interpretar un párrafo mínimamente complejo de cualquier texto.
Estos datos estadísticos espeluznantes son oficiales y se los puede encontrar en los archivos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), del Ministerio de Educación y del de Industria y Comercio. Son hechos. La información oficial refiere además que casi todas esas microempresas, que emplean al grueso de los trabajadores, venden sus productos y servicios casi exclusivamente en el mercado interno. No son exportadores. Por lo tanto, cualquier alteración en los precios de los alimentos, el transporte o los medicamentos les impactan inmediatamente. Esto es así porque esas variaciones afectan directamente la capacidad de compra del consumidor local, sus clientes principales, y ese bajón en sus ventas repercute en sus trabajadores que ven como caen sus ingresos (si es que no pierden el empleo) y con ello su capacidad de consumo, cerrándose así un perfecto círculo vicioso de degradación económica.
Ante esta situación de precario equilibrio, resulta casi insultante que en el Congreso debatan cuestiones que no cambiarán en nada la realidad. En ese espacio de fantasías, debaten si hay que trabajar más o menos horas, o cuánto tiempo se toma un trabajador para almorzar aprovechando el aire acondicionado de la oficina. Hablan de las particularidades de una minoría de laburantes que apenas hacen número en la estadística. El grueso está en otra parte.
Las únicas variables que pueden cambiar la realidad de un país son el talento humano, el capital y el mercado. El aparato educativo (público y privado) tiene que formar hombres y mujeres capaces de producir riqueza, ya sea por su inteligencia, su instrucción o sus habilidades físicas y sociales. El estado (leyes e instituciones) debe crear las condiciones para que las personas y las empresas puedan acceder al crédito formal, a tasas razonables y a largo plazo. Sin dinero no hay negocio. Y, por último, pero no menos importante, si las pequeñas empresas no son capacitadas para vender más allá de nuestro mercado, o, cuanto menos, de crecer en ventas localmente, nunca saldrán del umbral de la subsistencia. Sin empresas pequeñas sólidas es imposible que mejore nuestra calidad de vida. La gente necesita capacitación, empleos de calidad y mejores ingresos. El resto es verso. Paraguay jamás será un gigante con una población aplastada por la angustia de llegar a fin de mes con un salario miserable.