Ucrania y Paraguay coinciden en una condición geopolítica: son “países tapones”. Lo que significa ser una suerte de zona de exclusión entre potencias. Los primeros entre la Rusia con delirios zaristas y Occidente. Y nosotros con los citados vecinos.
Brasil es una democracia parida en el seno de un imperio. Cuando Napoleón hacía y deshacía en Europa los portugueses asentaron sus reales en la joya de su corona colonial. Legaron a los brasileños instituciones fuertes y algunos caprichos de clase alta, sobre todo en lo que se refiere al remanido “destino manifiesto”. Vil excusa semántica para avasallar al vecino más débil.
Uno se imagina –Dios o el diablo y los votantes brasileños no lo quieran– a un presidente un poco más tarambana e inescrupuloso que Jair Bolsonaro alentando los fantasmas nacionalistas, afiebrado de imperialismo infatuado para tomar, por ejemplo, la zona fronteriza con Paraguay. Parece antojadizo y lejano, pero más vale curarse en salud.
De lo que el mundo está lejos de curarse es de la lacra nacionalista. Enfermedad social de raíz neurótico-política de la que ni algunas mentes ilustradas se salvan.
Es entendible sentirse parte de una comunidad y hacer todo lo posible para defenderla y velar por su crecimiento. Lo que olímpicamente es una sandez es creer que esa comunidad, por el solo hecho de su existencia, es meritoria de todos los honores y objeto de todos los privilegios reales o inventados.
Porque el nacionalismo tiene eso: un infantilmente fantasioso y desfachatadamente mentiroso. Es más, comete el peor pecado de los mentirosos, el de verse preso de su propia mentira. A los nacionalistas les encanta inventar la realidad.
Vladimir Putin es a todas luces un mentiroso de manual. No le contenta con ser presidente, se comparta como zar, aunque más no sea un matón de barrio; eso sí, un matón con botón atómico. Imita el tropicalismo político de estos lares haciéndose pasar por una suerte de playboy decadente y deportista de medio tiempo y de medio pelo. Todo convenientemente amplificado por un poderoso esquema de propaganda a nivel global, el que tampoco tiene empacho en mentir de forma ominosa.
En Europa los tambores de guerra suenan y su repicar se acentúa día a día. El más mínimo error puede desencadenar una serie de hechos lamentables. Como la idiotez y la guerra tienen facilidad de reproducción, no es descabellado pensar que la situación puede empeorar. Sobre todo por la obstinación de Putin.
Definitivamente, con este cobarde ataque a Ucrania por parte de Rusia el mundo ha cambiado. Por el momento, no es claro para dónde va. ¿Habrá más multilateralismo a expensas de EEUU? ¿Los estadounidenses dejarán que los europeos arreglen sus cuitas, pero precautelando sus intereses? El tiempo lo dirá.
En tanto, Putin viste con orgullo el traje del que habla el afamado cuento. Cree que viste de oro, pero va desnudo. Y el planeta mira pasmado.