Recuerdo que cuando era adolescente estaba de moda la palabra prejuicio, me lastimaba porque lo ligaba a la falta de comprensión y de paciencia para entender y aceptar las diferencias entre los seres humanos y entre ideas, al uso de la violencia en ciertos ambientes totalitarios, a la persecución ideológica, a un estadio de desarrollo humano inferior, sobre todo a una inmoralidad intelectual. Pero luego traspasó la línea de la zona de la racionalidad hacia la pura emotividad, dejando al juicio racional de lado para convertirlo en la excusa para justificar casi cualquier cosa. Por mucho que argumentases un juicio racional crítico, la etiqueta de “prejuicio” lo convertiría en tema cerrado a la discusión.
Luego se puso de moda la tolerancia –más en el vocablo que en los relacionamientos para decir verdad–, un aspecto resaltante en la aldea global, ya que se consideraba una forma de convivencia que pudiera poner fin a los enfrentamientos violentos e innecesarios. Esta palabra buena, ¡sí que se deformó bastante! Desde el concepto original de “soportar una carga, un mal con el fin de alcanzar un bien mayor o evitar un mal peor” a ser tratada como una obligación de aceptar cualquier idea, comportamiento o posicionamiento ideológico contrarios a la realidad. Y su otra arista, evitar a toda costa expresar verdades objetivas para no ofender subjetividades ni llevar a nadie fuera de su zona de confort intelectual, englobándose cada vez más aspectos de la realidad o de la fantasía en lo que se considera “ofensivo”.
Hoy está de moda la palabra empatía que desde Grecia con amor nos remite a una experiencia hasta casi corporal que tenemos al lidiar con el sufrimiento o el estado de ánimo de otras personas (pathos).
La empatía, como capacidad de comprender las realidades de otras personas y saber ponerse en su lugar, es esencial para el desarrollo personal y social, y requiere ciertamente del uso de la dimensión afectiva como de la dimensión racional del ser humano. Ya que la identificación con otra persona requiere sensibilidad, escucha atenta, observación de todos los factores de su realidad e inteligencia. Pero también requiere voluntad y en este sentido es un acto intrínsecamente moral y está ligada a la libertad y a la verdad.
Pero en el uso cotidiano, y a veces incluso en ambientes academicistas, se va dando también el fenómeno de las reinterpretaciones simplistas, y de la deformación del concepto a través de la manipulación del lenguaje. Lo hizo notar el politólogo Agustín Laje cuando señalaba que no puede haber empatía sin la búsqueda de la verdad de las cosas. Estoy de acuerdo, porque la empatía como cualquier conducta o acción humana requiere de nuestra libertad, no se puede caer en dogmatismos apelando solo a los violines de la emotividad, porque se genera el efecto contrario al deseado, los que razonan más o los que pasan experiencias difíciles se hartan de las bravuconadas que se dicen y hacen en nombre de una supuesta empatía. No es poco común encontrar incluso personas con emotividad desmedida exigir empatía hacia sus inmoralidades “incomprendidas” al tiempo de demostrar crueldad y espíritu de cancelación cultural contra los que les señalan sus errores. Entre los más jóvenes de la aldea implica muchas veces una supuesta apertura a toda clase de experiencias y conductas inmorales o erróneas por el indiscutible dogma de que “hay que ser empáticos y no juzgar”.
Es verdad que la empatía es buena y requiere una educación personal, pero esta debe tener en cuenta todas las dimensiones de la persona, no solo su afectividad, también debe considerar la racionalidad, la moralidad, las dimensiones corporal y social como un todo. Y la libertad que, aunque no es un fin en sí, es un medio esencial para promover la verdadera justicia y la verdadera solidaridad que se invocan para la práctica de la empatía. Sin verdad no hay empatía. Solo manipulación.