Por Liz Vazquez Gil
Docente e investigadora
La vida, inexorablemente, en el universo que habitamos, se encuentra tejida por palabras, y es así como, cuando llega una grave enfermedad –o la muerte–, las palabras cesan. Construimos un mundo ruidoso, complejo, habitado por sonidos de todo tipo, a todas horas, y únicamente nos detenemos a pensar en ello cuando la vida nos obliga a hacerlo. Tan veloz como el deseo, de la escritora mexicana Laura Esquivel, es una novela honesta que nos ilustra, por medio de los aciertos y fracasos en la vida de Júbilo, que las palabras tienen poder para sanar o para herir.
El libro presenta diálogos dinámicos y cargados de mexicanismos que nos llevan a darle forma, sonido y color a los personajes que en él habitan. Las «vibraciones», como varias veces menciona la autora, permiten al lector ser partícipes de las ilusiones, los sinsabores y el descubrimiento de lo verdaderamente trascendente para los seres humanos a través de nueve capítulos consecutivos y saltos entre el pasado y el presente de don Júbilo, un ex telegrafista enfermo de parkinson quien ha perdido la voz, y narrados por su amada hija Lluvia, la que por medio de sus propias experiencias logra conectar imágenes de su pasado y encontrar la paz luego de los tantos sucesos que han envestido a su familia por generaciones.
Tan veloz como el deseo es una novela entrañable que no solo conduce al lector a descubrir la multiculturalidad de la sociedad mexicana y sus luchas, sino también a hacer una reflexión, a cuestionarnos, a mirarnos cara a cara con nuestras propias verdades y descubrir que quizá, la ficción –cada tanto– nos puede regalar una dosis de legítima realidad.
Para Júbilo, los antiguos mayas «llegaron a establecer una enorme conexión con el universo que los rodeaba», razón por la cual desarrollaron con gran precisión su sistema matemático, pudieron predecir eclipses, distancias y una infinidad de fenómenos naturales que parecieran imposibles a los ojos de las nuevas tecnologías. Este personaje, munido de una aparente sobrenaturalidad, es capaz de escuchar aquello que va más allá de las palabras pronunciadas, razón por la cual llega a ser un telegrafista muy apreciado, aparte de poseer un encanto innato que le permite conquistar a una de las mujeres más bellas de la ciudad, Lucha, su esposa inalcanzable. Ambos atravesarán una serie de situaciones que los llevará a vivir intensamente un amor que promete ser épico e inagotable, pero que se verá puesto a prueba una y otra vez, entre otros motivos, por la maldad de «don Pedro», un hombre fanfarrón y detestable a los que todos en el pueblo temen enfrentar, excepto Júbilo.
Si verdaderamente existe una conexión entre lo inmaterial que nos define como «únicos», y el espacio físico real, presente, de carne, hueso y nervios, es la palabra. Eso a lo que llamamos alma no podría existir sin que antes alguien la hubiese nombrado. La palabra, por lo tanto, tiene un inmenso poder de creación de la realidad. De ello ya hay varias menciones, sobre todo en la Literatura latinoamericana: «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo» (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez). ¿Qué pasaría si perdiésemos esa capacidad de usar las palabras? ¿Cómo haríamos para persistir en la realidad? ¿Seríamos capaces de aceptarlo, reinventarnos y buscar otras vías de conexión con el universo? ¿Qué tan grande debe ser el deseo de persistir y trascender para que nos lleve a empezar desde cero, como cuando éramos niños y nuestro único lenguaje era el de la piel? Son varias las interrogantes que surgen cuando se piensa en las palabras y en el mundo que hoy nos resulta conocido.
Laura Esquivel, con su pluma franca, sencillez en el lenguaje y narraciones directas pero cargadas de ternura e incluso de sensuales momentos, nos dibuja a un México pluriétnico y amalgamado de calendarios mayas, galaxias resonantes, pueblos pacíficos y las cadenciosas melodías de Agustín Lara, Guty Cárdenas y otros tantos.
Tan veloz como el deseo es de esos libros que se culminan con una maraña de sentimientos en la garganta y un par de lágrimas. Los buenos libros –pienso– deben de terminar así, con un lector interpelado por las imágenes propias de lo leído y sus autóctonas experiencias.