Entonces, al mando de la compañía de los Hombres del Rey, el actor y dramaturgo había sido un laborioso anfitrión de los enviados de la corte de Felipe III.
Está probado, sin embargo, que Miguel de Cervantes no viajó ni mucho menos como parte de la delegación española que fue agasajada cada noche y servida cada día por los Hombres del Rey, incluido Shakespeare, durante agotadoras, opíparas y regadas jornadas londinenses de la firma del Tratado. Pero mientras el autor de Otelo a la sazón era un reciente millonario en demasiado ocasionales funciones palaciegas, dedicado enteramente al teatro con patrocinio real, quien se encontraba a punto de publicar la primera parte de Don Quijote no era más que un vilipendiado y anónimo recaudador de impuestos, escritor recién mudado a Valladolid, capital de un imperio en lánguida, fastuosa e ilusa decadencia.
Decadencia española aquella, en gran parte, debida a la incapacidad de su nobleza ociosa, de su burguesía encantadoramente discreta, católica y corrupta, de imaginar una forma de producción y una cultura superadoras a las del feudalismo, ahogada como estaba España en un mar de maravedíes que no valían nada, mientras los metales de América se fugaban presurosos por los caminos británicos y holandeses para pagar una escandalosa deuda externa, principalmente de raíz suntuaria.
Un siglo el XVII de ascenso imperial de las islas con la cuestión del Estado y la religión en el centro de sus debates revolucionarios, en el periodo inmediatamente anterior al potente desarrollo del liberalismo filosófico, político y económico que habría de devenir en las ideas republicanas y la Revolución Industrial. Un inicio de siglo aquel de Shakespeare y Cervantes, de Don Quijote y de Macbeth, parecido al nuestro, aunque con otras correlaciones de fuerzas en el sistema imperial global: Pestes, guerras, viajes transoceánicos, radicalidad política, cinismo y el espectáculo del teatro, como el del cine y del fútbol mucho después, suceso de las masas.
No hay nada documental a favor del encuentro de dos inmensos escritores de vidas disímiles, pero cuyas obras sí se tocan por sus temas y enfoques irónicos, por su genialidad abrumadora. Es sabido que el inglés no solo leyó al español (y no al revés), sino también que Shakespeare escribió textos utilizando el Quijote.
Su perdido Cardenio (jamás impreso, pero sí representado con gran éxito en 1613, firmado con John Fletcher, quien lo sucedería al frente de los Hombres del Rey, a su muerte) toma una popular anécdota de la novela de Cervantes traducida un año antes. El escritor inglés guardó con celo esta primera edición en su exigua biblioteca durante el poco tiempo que le quedaba de vida y, con uno de sus biógrafos, podemos coincidir en la mera especulación de que el libro le habrá causado un hilarante placer crepuscular.
No hay nada que avale una reunión, es cierto, pero lo que hay le sirvió a Anthony Burgess para escribir el memorable cuento “Encuentro en Valladolid”, de 1989. El autor de La naranja mecánica fabula un cruce durante los fastos inéditos de 1605. Aquí Shakespeare tiene cuarenta y un años y muchos desarreglos estomacales. Un español admirador de Hamlet que lo reconoce lo presenta a Cervantes. Los escritores se comunican en un árabe trabajoso, acaso en una ironía actualísima de Burguess. Verosímilmente, no se entienden. Viven en mundos distintos.
Habrían de morir casi el mismo día, pero no en la misma fecha: Hasta el tiempo corría de manera diferente para ellos. E l pobre Cervantes murió hacia el 22 abril de 1616, bajo el calendario gregoriano. El rico Shakespeare falleció el 3 de mayo, bajo el calendario juliano.