Los partidos políticos son el centro neurálgico de la actividad republicana. Allí deben gestarse –con la colaboración de otros grupos sociales– los debates vitales de la sociedad que luego serán concretados en los poderes estatales correspondientes. La puja sana y democrática –en la mayoría de los casos– de ideas e intereses de estas instancias políticas es la que determina el avance estructural de la comunidad, el establecimiento de derechos y deberes y el progreso moral.
Eso es en un mundo ideal o en sociedades políticamente consolidadas y maduras. En Paraguay, el sistema de partidos adolece de una mediocridad lastimosa, principalmente en los más grandes: la Asociación Nacional Republicana (ANR) y el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA).
Pero algo más terrible que la ignorancia supina de sus integrantes, que por cierto no es más que el reflejo de una sociedad acrítica, permisiva y alienada, es la corrupción rampante y desvergonzada que hay entre sus hombres.
La ANR y el PLRA no se diferencian ni en los temas que deben diferenciarse. Son conservadores, y de la peor manera. Un ejemplo fue el precandidato colorado a la presidencia –fiel a su origen liberal–, que intentó vislumbrar algo de tolerancia sexual, y le fue peor que en la Inquisición. De todos los arcos sociales (pero principalmente del partidario) lo escracharon de forma tan vehemente que los escandalizados parecían ocultar en su exageración otros pecados no sexuales, como ser, por ejemplo, que son una manga de ladrones impúdicos.
Además de estas características, nuestras nucleaciones políticas son aberrantemente antidemocráticas, sectarias, prebendarias y demagógicas. Y ni hablar de la dolorosa exclusión que sufren en su seno las mujeres y los jóvenes. Estos grupos, si tienen espacio, son como meras marionetas de los caciques de turno.
Cabe destacar en ese sentido que hay un claro retroceso en la representación política femenina, por ello se atizan desde ese sector medidas de inspiración draconiana como la ley de paridad.
El fervor antidemocrático se percibe en toda su lamentable dimensión en la pelea entre el cartismo y Colorado Añetete por la senaduría de Horacio Cartes. Uno y otro se van en acusaciones grandilocuentes y sin sentido, enfrascándose en una guerra de pedidos de expulsión. No hay mucho más de fondo que otra disputa entre los capos partidarios para establecer de quién es el poder.
Por lo general, cuando faltan debates serios, faltan las ideas. Por ello seguimos caminando a los tumbos cambiando cada tanto de caciques como una tribu de descocados.