Esta semana se dio a conocer la decisión de un juez español que concedió el cambio de sexo a un niño de ocho años. El juez argumentó su determinación al valorar la “suficiente madurez” y su “situación estable de transexualidad”, según informan agencias internacionales.
La decisión judicial se conoció el mismo día que el Gobierno socialista español aprobó el proyecto de ley trans, que permite el cambio sexo en el registro sin informe médico ni sicológico a partir de los 12 años con determinadas condiciones y desde los 16 años de forma autónoma, sin limitación alguna. Etapas etarias delicadas y complejas.
Desde un punto de vista de sentido común, y si somos honestos con la experiencia y nuestras vivencias, está claro que se trata de una decisión cuestionable, poco razonable, es decir, sin tomar en cuenta la totalidad de los factores en juego.
Y no se trata de estar en contra o a favor de la colectividad LGTBI ni de ser intolerante, ni nada por el estilo. Aquí está en juego la vida de un niño, una persona, con historia concreta, datos biológicos, etc. No hablamos de un “dato judicial” en las estadísticas de un gobierno que tiene una agenda de género, o de “un éxito más” en el calendario de los defensores de tal o cual lucha social.
La medicina, la sicología, la pedagogía, entre otras disciplinas, tienen estudios acabados al respecto; según edades, existen procesos de maduración y etapas de desarrollo sicológico que van cumpliéndose. A cada paso, una responsabilidad. No se trata de violentar ni forzar, sino de respetar lo que expone la realidad. Esto no puede borrarse con la decisión de un juez o el voto de un grupo de parlamentarios. Por más que tenga el apoyo de los tutores, es una decisión extremadamente compleja que no corresponde tomarla en ese periodo; en todo caso, resulta más lógico por lo menos esperar la mayoría de edad, reconocido en el ordenamiento jurídico. Los promotores de la ideología de género, entre otros, podrán estar contentos con esta determinación judicial. Pero si por un instante pudiéramos dejar de lado los anteojos laminados con tal o cual ideología; sacudirnos, por un momento del qué dirán o de la autocensura a la que apelamos para ajustarnos a lo políticamente correcto, es probable que tendríamos que aceptar que un niño de 12 años no cuenta con la “suficiente madurez” para comprender semejante decisión y sus implicancias.
Algo está fuera de lugar, algo no está bien. Hasta para conducir, consumir bebidas alcohólicas o ver ciertas películas se requiere contar con más edad; por más que los padres lo quieran. Sin embargo, no es así para este tipo de decisiones radicales y de notables consecuencias para el presente y futuro del chico, en este caso.
Es hipocresía social. Un absurdo frente al cual sectores de la sociedad, la prensa y los intelectuales optan por callar. No es “adecuado” criticar una cosa así. Se corre el riesgo de ser tildado de retrógrado y fascista por una turba de defensores de la tolerancia en las redes sociales.
Como agravante, el Partido Socialista y la formación de izquierdas Podemos de ese país, confirmaron la ley que sostiene que el único requisito para que un niño y adolescente cambie de sexo es “la voluntad personal” y nada más. Ya no hacen falta informes médicos o estudios de algún tipo. Inexplicable.
Y el problema no es apoyar tal o cual ideología o ser simpatizante de tal o cual partido político. El punto está en lo peligroso que resulta circular por una autopista despreciando deliberadamente las señales propias de la vía; símbolos preventivos –preparados por especialistas– que advierten sobre peligros, curvas, presencia de escolares, etc; señales que ayudan a aprovechar la autopista y garantizan la llegada a destino sano y salvo.
Cuando por una posición ideológica despreciamos las señales del sentido común y del conjunto de conocimientos objetivos de la ciencia, dejamos de mirar la totalidad de los factores en juego, abriendo las puertas a injusticias, manipulaciones y decisiones parciales que pueden generar mucho daño. El evento en España y otros similares es una llamada de atención sobre la necesidad que tenemos como sociedad de revalorizar y recuperar las prácticas razonables, aquellas que consideran al ser humano en su integralidad, que respeten la madurez y dignidad, por sobre cualquier agenda, interés económico o esquema político. Una cosa es defender una ideología, otra, muy distinta, es apoyar lo absurdo.