18 oct. 2024

Entre telas y telones

Rolando Rasmussen lleva una vida rodeado de arte, escénico y textil, a caballo entre Europa y América del Sur, y combinando las influencias que le dan su ascendencia germano-danesa con su sentir paraguayo. En esta entrevista hace un repaso de su carrera, fructífera y vital.

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Fotos: Javier Valdez

Bailarín, vestuarista, visualizador, escenógrafo, Rolando Rasmussen nació el 11 de enero de 1942, en Asunción. Pasó su primera infancia en la capital y a los 10 años se trasladó, junto a sus padres y hermanos, a Atyrá; dos años después, sus abuelos lo llevaron a Alemania. Formado profesionalmente en Europa, donde residió cerca de 50 años, decidió volver a Paraguay hace alrededor de una década, esta vez para radicarse definitivamente y compartir con sus compatriotas su talento y sus conocimientos. Hoy es un referente de las artes en el país.

- ¿Cómo se origina su interés en el arte?
- Como me interesaban el diseño y la sastrería, en Alemania estudié sastrería para teatro desde los 17 hasta los 19 años. También practiqué baile desde los 13 años. En Hamburgo había un taller especial que hacía vestuario para cine, teatro y circo. De allí me enviaron a Buenos Aires, para preparar y estrenar obras en el teatro Alemán. Fuimos cuatro vestuaristas. Ahí había una audición en el teatro Colón para el perfeccionamiento de bailarines varones y me dije que si me tomaban para los últimos tres años de perfeccionamiento, entonces decidiría dedicarme a bailar. Me tomaron y me quedé casi tres años ahí. Terminé y volví a Alemania donde seguí bailando por 20 años más.
Sabía que en ese país la profesión era respetada y que un bailarín podía vivir de su sueldo con todas las condiciones: seguro de salud, jubilación, etcétera. Bailé en varias óperas en Düsseldorf y la mayor parte en la Ópera de Berlín.
- ¿Y cuándo nace su pasión por trabajar con las telas?
- A mí siempre me gustó el textil, la fibra. Observaba mucho a mi mamá, ella cosía y bordaba. Pero también me gustaban mucho la danza y el teatro. Sin embargo, en el colegio, en Alemania, trataron de disuadirme cuando dije que quería ser bailarín. “Esa no es una profesión”, me decían.
En paralelo a la danza tenía un taller de diseño y empecé a pintar sobre seda. Cuando dejé de bailar, a los 39 años (allá solo te permiten hacerlo hasta los 40), hice el cambio. Abrí una galería y un taller textil. El cambio me salió fácil, porque en esos años me interesaba todo lo que fuera artes escénicas. Ya estaba preparado y sabía lo que quería.
Hacíamos talleres de todo tipo de técnicas de textil: bordados abstractos —en los que se agregaban cosas en el bordado—, macramé. También empecé a pintar sobre seda, que era algo nuevo; pintar, no teñir. En los años 70 venían de Francia unos colores especiales, una tinta para fibra de origen animal. Se podía pintar sobre seda o lana nomás, no sobre fibras vegetales ni sintéticas. Tuve tanto éxito que, después de dos o tres años, mi galería se convirtió en mi taller y ya no hice exposiciones.
La mayoría de mis creaciones eran para usar, era moda muy sofisticada por el diseño, el material y los cortes, que eran geométricos; el cuadrado y el triángulo, que doblaba para convertir en túnicas, o muchos pañuelos. Hice eso durante 15 años. Se aplicaba a ropas de vestir, muy poco para teatro.
- ¿Cómo era vivir en Berlín Occidental antes de la caída del Muro? ¿Influía en su ánimo residir en una ciudad rodeada?
- No tanto, porque nosotros teníamos cierta libertad. Pero estar confinado en un territorio sí influye en el ánimo. Hasta 1988 tenía pasaporte paraguayo y después me cansé un poco, porque siempre había problemas. Me cansé del clima, especialmente, me agarró depresión y el doctor me dijo que era por falta de luz y me recetó una terapia de luz. Todos los días tenía que mirar durante 20 minutos en una pantalla especial. No conocía eso.
- ¿En qué momento se acercó al mundo del teatro?
- En Alemania pintaba las telas, y el teatro de óperas se encargaba de la confección. Ahí comencé mi relación con las artes escénicas.
- ¿Y en Paraguay?
- Trabajé 20 años con la galería Fábrica, de Ricardo Migliorisi (ahora de Osvaldo Salerno). Hice 20 exposiciones y cada vez con una colección, con un título. Al año siguiente volvía con otra colección. Con lo producido por las ventas, podía financiar mi viaje y mi estadía.
Volví hace nueve años. Empecé a trabajar con Moncho Azuaga y conocí el teatro de protesta; ahí aprendí mucho y me involucré en la creación de vestuario para teatro.
- ¿Cuándo decidió radicarse de nuevo en el país?
- Desde un principio mi idea fue regresar a vivir a Paraguay el día que me jubilara, porque siempre estuve muy atado al país. Descubrí que no es la sangre la que le forma a uno (yo tengo escandinava y alemana), fue mi cuna la que me formó. Y más la campaña (el campo), que me hizo ser paraguayo y apreciar al Paraguay.

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Artista definido
- ¿Cómo definiría su profesión?

- Ahora me defino como artista de las artes escénicas.
- ¿Influye la cultura paraguaya en sus creaciones?
- Sí. Todo ese movimiento vivo, los colores intensos, creo que tiene que ver con eso. Muchas veces traté de analizarlo. También hay mucho de la naturaleza. Me gusta trabajar los colores y los simbolismos. Viví tres años en España, y allí ser colorido es ser de bajo nivel, porque los gitanos usan colores. Entonces no tuve éxito.
Estoy acostumbrado a los colores expresivos, muy llamativos y fuertes, porque tienen que emocionar al artista y al público. Prefiero trabajar con seda, porque es lo que sirve para los colores, la fibra de origen animal.
Mis pinturas son minimalistas, nada floreado ni estampado. Es todo en degradé, del claro al oscuro.
- ¿Aquí también trabaja con seda?
- Con Moncho Azuaga nunca trabajé con seda, era todo reciclado, no había plata. Eso es lo que aprendí en Paraguay, a hacer algo de la nada, con cosas recicladas. Con él también aprendí a analizar la obra y cada personaje, para decidir qué van a vestir y de qué colores.
Mis pañuelos se utilizan para cuadros. En la galería Fábrica monté una instalación para exponer pañuelos y vestidos. Una vez hice el tendedero de sedas, con ganchos. Y otra vez, con perchas grandes; colgaba las telas y flotaban. Durante 20 años hice eso y me motivó a muchas otras cosas. Ahí empezó la parte de escenografía en el teatro.
- ¿Qué cosas le disgustan?
- Soy muy sensible a las injusticias. Soy alérgico a eso. Me molesta cuando las cosas no son transparentes o si hay irregularidades. Eso me enseñaron mis padres.
- ¿Qué significa Paraguay para usted?
- Es la familia, los amigos, los trabajos que me dan. Le estoy muy agradecido a Moncho, hice cuatro obras con él.
- ¿Qué característica define mejor a nuestro país?
- Es un país de extremos, en la calle, en el colectivo. O te encontrás con gente amable, educada, modesta, o de golpe te aparece algún maleducado y te dice de todo.
- ¿Alguna vez fue censurado?
- Sí, cuatro o cinco veces. Hace un par de años presentamos en Encarnación La tierra sin mal, de Roa Bastos, con la dirección de Jorge Leguizamón. Yo había diseñado unos vestuarios para los personajes, que al parecer no les gustaron a las directoras del elenco Rocemí. Ellas eran las responsables oficiales y me cambiaron los vestuarios con la excusa de que el público no iba a entender.
Para que yo no viera que habían modificado, adujeron que el ensayo general no se podía hacer por problemas técnicos y recién cuando la obra subió a escena vimos lo que habían hecho. Fue una mala experiencia.
Después hicimos otra obra de Roa Bastos en Asunción y también me modificaron el vestuario, porque quien financiaba la puesta también creyó que el público no iba a entender. Me pregunto cómo saben qué es lo que el público puede o no comprender.
Cuando presentamos con Moncho en el Puerto de Asunción El burdel de Ña Kandé también fuimos censurados.
Oficial
- Usted es funcionario de la Secretaría de Cultura...
- Fui director del Ballet Nacional, pero me cambiaron, no por mal desempeño en mis funciones. Y ya fui comisionado dos veces. La primera vez estuve en el Palacio de Justicia durante un año. Ahí, Víctor Núñez creó la Dirección de Cultura con ocho bailarinas, músicos, un coro de niños de los zapateros y un coro de funcionarios.
Hicimos muchos eventos más que en el Ballet Nacional. Pero eso duró un año, el tiempo que estuvo Víctor Núñez. Después vino Antonio Fretes y canceló todo.
- ¿Cuál es su cargo en la actualidad?
- Después de salir del Palacio de Justicia, Ana Mello me pidió que volviera a la Secretaría de Cultura... y me puso en el freezer. Entonces pedí que me designaran asistente o ayudante de Carlo Spatuzza, pero Margarita Morselli me dijo: “Necesitamos urgente un director de la Casa del Teatro”, y así fui comisionado por segunda vez.
- ¿Se sintió maltratado en la función pública?
- En una nota, en vez de referirse a mí como exdirector del Ballet Nacional, me trataron despectivamente de vestuarista. Eso me molestó un poco. No saben que en Berlín, para ser vestuarista, primero tenés que tener título de modista, costurero o sastre, no puede ser cualquiera. Yo era administrador de vestuario de óperas y me nombraron vestuarista de los tenores. En la Ópera de Berlín cada noche hay función. Y todos los días hay un tenor invitado. El primer día que llega el tenor, el vestuarista debe estar en su posición. Uno es enfermero, psicólogo, guardaespalda, secretario; tiene que estar a disposición del tenor. Y estuve siete años allí.
- ¿Hay algún proyecto en su horizonte?
- Miguel Bonnin me dijo que tengo que hacer algo para el ballet, pero eso ya es más difícil. Diego Sánchez-Haase escribió Pancha y Elisa y Margarita Morselli me dijo que tengo que hacer la parte de vestuario. Esta obra de Roa Bastos es fortísima. En el final, Elisa besa el cadáver de Pancha y eso es muy fuerte. No voy a aceptar un final distinto. Sánchez-Haase me aseguró que no va a ser un cliché histórico y así lo quiero hacer.
- ¿Hasta cuándo en el mundo del arte?
- Hasta que no pueda más. Me jubilo en marzo de 2019 y en ese momento me iré. Pero aún tengo mucho trabajo.

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Divos
“Estar cerca de los tenores me permitió conocerlos en su faceta humana. Muchos eran divos, peores que las sopranos. Pero había otros que eran agradables, como el peruano Diego Flórez, el mexicano Rolando Villazón y el argentino José Cura, un tipo macanudo. Con ellos hablaba siempre en castellano”, señala.