Es música para los oídos de cualquier contribuyente y un chute de optimismo para los inversores. Y puedo pecar de ingenuo, pero creo que Peña realmente quiere cumplir con ese pacto. Sin embargo, las dudas aparecen inevitablemente cuando entramos en los detalles, en esos resbalosos espacios en los que hay que convertir las palabras en hechos, donde habitan los demonios de la prebenda y la corrupción política.
Santiago Peña tiene de entrada un desafío financiero mayúsculo. Hay deudas impagas con empresas constructoras, farmacéuticas y proveedores en general, por entre USD 400 y 600 millones. Le urge pagarles a las primeras para que no se paralicen las obras públicas en curso, y a las segundas para que no se corte el suministro de medicamentos. Ya están hablando de tomar una nueva deuda por no menos de USD 500 millones.
A eso debe sumarle el agujero que se registra en Educación, de USD 450 millones, para cubrir gastos básicos del año próximo. (Recordemos que en un mes más Peña debe presentar al Congreso su proyecto de presupuesto 2024).
Y como guinda para tan onerosa torta, desfilan los pedidos de aumento presupuestario para el Ministerio Público, el Congreso y otros adicionales, como los más de G. 100.000 millones que pretenden repartir entre soldados del golpe del 89, y la promesa cartista –defendida por el ahora ministro Enrique Riera– de indemnizar a ex funcionarios de las empresas contratistas de Itaipú por más de USD 900 millones.

Nuestro joven presidente tiene además el desafío de corregir el despelote salarial que hay en el Estado, donde la directora general de un hospital público gana G. 12 millones, un extensionista agropecuario menos de cuatro millones y una asistente de prensa para el Despacho de la Primera Dama entre G. 24 y 37 millones, colgada del presupuesto de alguna binacional.
Una absurda nómina pública que mantiene a políticos inútiles y carentes de la más básica formación técnica como consejeros de una hidroeléctrica, con salarios escandalosos de entre G. 85 y 100 millones mensuales, mientras que profesionales con títulos de posgrado de las mejores universidades del mundo solo pueden aspirar a ocupar un cargo de asistente de cátedra de alguna universidad pública con dos o tres salarios mínimos.
Estos son los absurdos y vergonzosos detalles con los que Peña debe lidiar para conseguir hacer más eficiente el gasto público. Para colmo, apenas tuvo acceso a la lapicera presidencial, empezaron las presiones de la jauría cartista que denuncia los salarios ridículamente altos con los que están enganchados sus pares abdistas; pero, no para que se eliminen esos curros inventados como parte de la prebenda republicana, sino para acelerar el relevo. No les indigna el malgasto, solo estar fuera del reparto.
Por supuesto que para cambiar semejante culebrón financiero no basta con las buenas intenciones de nuestro joven presidente. Para modificar una sola coma de las leyes perpetradas para proteger esa parasitosis partidaria, Peña tendrá que lograr acuerdos, suscribir pactos y, a menudo, hacer demostraciones claras de que es quien esgrime la pluma del poder.
Nuestro novel presidente asume con promesas que entusiasman, pero como ex ministro de Hacienda sabe que el entusiasmo se esfuma rápidamente si no hay acciones que prueben que el discurso no es solo eso. Llega al poder con un gabinete compartido, con pocas figuras de su elección personal y demasiadas vinculadas a su padrino político y al batallón de alpinistas que le rinden pleitesía a este.
Peña no tiene mucho tiempo. Cartes quiere vendetta y sus correligionarios políticos lucrar con el Estado. Las mayorías coyunturales en el Congreso y el pulgar arriba de las élites pueden cambiar de la noche a la mañana. Necesita acelerar al máximo las reformas, dar señales de cambio en el funcionamiento del aparato público y ganarse la confianza de esa mayoría que no le votó. Peña tiene que empezar a escribir su propia historia, una muy diferente a la de su mentor. O así esperamos que sea, por su bien y el nuestro.