Siendo el mayor de los varones de un pelotón de siete hermanos, me tocaba en suerte partir en aquellos días a la casa de unos parientes asentados desde siempre en algún lugar del interior del país, uno al que se llegaba primero en tren y luego a lomo de caballo.
Aquella experiencia me quedó grabada en la memoria como la postal de un Paraguay más simple, pero a la vez más profundo; uno que el vértigo de la modernidad horada, pero que felizmente nunca termina por extinguir. Permítanme hacer uso de este breve espacio dominical para evocarlo.
El viaje no era voluntario. Para mis padres estas fechas sacras suponían la excusa perfecta para fletar a la mayor parte de su prole a la casa de familiares y amigos, supongo que en busca de unos pocos días de intimidad.
Sospecho además que esa práctica explica en parte el que fuéramos tantos. En el reparto me correspondía siempre el rancho de unos primos de mi madre, asentado a kilómetros de la última estación del tren, en algún lugar de Caazapá.
Mi travesía empezaba con el viaje solitario en tren, mirando desde la ventanilla como la ciudad daba paso al campo abierto, sintiendo como los olores citadinos iban atenuándose hasta desaparecer por completo, reemplazados por una brisa fresca con olor a tierra. El rítmico traqueteo era un somnífero poderoso. En algún momento me vencía el sueño y solo despertaba cuando el pitido del tren anunciaba que había llegado a destino.
El chico que iba a buscarme tendría solo unos años más que yo, pero a mí me parecía un adulto. Me daba envidia la seguridad con la que manejaba el caballo en el que hacíamos el viaje hasta el rancho.
Yo no paraba de hablar y él solo asentía con la cabeza, o puede que solo fuera el vaivén natural de la montada.
En el rancho, que no era más que cuatro o cinco piezas con paredes de adobe y techo de paja y una cocina grande con piso de tierra y olor a humo, convivían fácilmente seis o siete personas, adultos y niños. Y todos siempre estaban haciendo algo.
Hablaban poco y en guaraní. Esa era para mí una barrera dolorosa. Hijo del exilio, papá volvió al Paraguay siendo un joven porteño. Así pues, en casa solo se hablaba español. Esa mutilación cultural me desconectaba de lo que estaba pasando.
Yo era un observador, no un protagonista. Los veía alimentar a los animales, cortar leña, matar gallinas y un cerdo, cocinar en el tatacuá, ordeñar vacas, montar a caballo… y todo sin apuro, sin hablar más que lo estrictamente necesario, como si todo formara parte de un ritual.
El viernes y el sábado se desgranaban despacio, como arrastrándose melancólicamente. Y de pronto todo cambiaba. El domingo, la casa se llenaba de gente. No sé de dónde salían esos vecinos, pero había siempre como veinte personas o más sentadas a una mesa larga improvisada con tablones. Y había tanta comida y bebida. Y hombres y mujeres hablaban y reían. Y yo era uno más con ellos, aunque solo abriera la boca para comer.
A la tarde, la señora de más edad de la casa me armaba un atado con todo lo que había sobrado y volvía con el chico a caballo hasta la estación a tomar el tren de regreso. Él esperaba en el andén hasta mi partida y se despedía saludando con la mano. Y a mí me agarraba una terrible sensación de pérdida, como si se me escapara algo importante, un secreto que solo ellos conocieran.
Yo tenía seis o siete años. No sé qué se hizo de ellos, pero los conservo en la memoria y en el corazón, como una muestra de ese Paraguay sencillo y generoso que todavía sigue aquí, aunque la sarna de la corrupción y la avaricia hagan tanto por apagarlo.