Tras algún enfrentamiento militar, el primer fenómeno que produce la victoria, es el espíritu de derrota en el vencido. Un estado de “…aniquilamiento moral” …como lo definiera Winston Churchill ante la posibilidad de una rendición británica a la Alemania Nazi al desencadenarse la Segunda Guerra Mundial.
Fue también la característica que adormeció el espíritu nacional paraguayo tras la derrota frente a la Triple Alianza en 1870 y durante nuestros primeros gobiernos de la posguerra.
La historia de los pueblos está llena de fenómenos semejantes. En los que el triunfo de las armas convirtió a los vencedores en verdugos de los vencidos, prolongando sus penurias hasta los límites de la humillación.
Así fue tras la mayoría de los grandes conflictos armados del pasado, y esa fue la característica que marcó a nuestro país tras la guerra que nos trajo la Triple Alianza de Brasil, Argentina y Uruguay (conviene recordar sus identidades nacionales); cuando nuestros actuales “socios del Mercosur” se hicieron dueños de nuestro territorio, y ensoberbecidos, fijaron pautas de conducta a nuestros compatriotas sobrevivientes pretendiendo aniquilar el orgullo nacional paraguayo.
En aquella ocasión y todavía sin disiparse el humo de las batallas, en Asunción era electo un Triunvirato, un remedo de gobierno mientras la contienda seguía –ávida de muertes– rumbo al Aquidabán Nigüi.
Durante la noche del 15 de agosto de 1869 y durante un banquete celebrado en Asunción (faltaban seis meses y días para la hecatombe de Cerro Corá), el ministro argentino José Roque Pérez brindaba con champán por “la victoria … y por el nuevo gobierno levantado en aras del aura popular”.
Empezaban a desvirtuarse valores como “civilización”o “democracia,” según lo entendían los usuarios exclusivos de la barbarie o el ejercicio del cinismo para excusarla. O tal vez, eran solo consecuencia de las burbujas de champán; pero con la distancia de los años transcurridos y la experiencia conocida, resuenan hoy como un sarcasmo inaceptable.
Transcurrido un año de aquel engendro institucional y ante su acefalía, el 31 de agosto de 1870 era electo Facundo Machaín para una presidencia provisoria de “los restos” de aquella nación enlutada por la guerra.
No duró sino una noche, en cama y dormido. Consagrado por el voto casi unánime de los constituyentes; en las primeras horas del día siguiente era depuesto por la misma Asamblea que una docena de horas antes lo había elegido. Y que un par de más tarde, consagraría de nuevo a Cirilo Antonio Rivarola como presidente. Todo “democráticamente”.
El ingenuo de Don Cirilo, juguete de sus ministros y del Parlamento, renunciaría al año y 13 días convencido de que, tras las elecciones legislativas, el nuevo Congreso rechazaría su renuncia. Pero la aceptó –como Gill lo había previsto– y eligió al vicepresidente Salvador Jovellanos como sucesor.
Don Juan Bautista ya no tan Gill, se había percatado que con éste “se entendería” mejor. Mientras tanto, de los 3.000.000 de libras esterlinas gestionados en Londres para financiar el “renacimiento” de la República cuando ya vigente la administración Jovellanos, llegaban al Paraguay solo 525 mil. Era lo que había “sobrado” después de que fuera carcomido por los descuentos, comisiones e intermediarios.
Aquel raleado monto arribó al puerto de Asunción en bolsitas blancas de 500 libras. Testigos de la época aseguraban que las mismas “…fueron a parar, desde la Aduana, a las casas de algunos poderosos de la época”.
En aquella década se produjeron igualmente todos los intentos para alterar lo que se hubiera previsto para ordenar una sociedad indocta y anárquica que tras 60 y pocos años atrás había abandonado la categoría de “súbditos de la corona”.
Seis décadas en las que tres mandatarios estuvieron más de 55 años en el poder. Y que en los 10 años tras la finalización de la contienda, había sufrido golpes de Estado, revueltas y asonadas, al mismo tiempo de que la Constitución del ’70 fuera puesta en vigencia.
Década en que hubo cierre de diarios, destrucción de imprentas y asesinatos de los cuatro presidentes y ex presidentes de la República: Juan B. Gill, Facundo Machaín, Cirilo Antonio Rivarola y Cándido Pastor Bareiro, en ese orden.
Cuando también fueron asesinados entre otros, el ex convencional José María Concha, el diputado Fulgencio Miltos, el general Germán Serrano, el general Emilio Gill; Matías Goyburú y los presos muertos en la Cárcel Pública el 29 de octubre de 1877.
Crímenes planeados en los más altos estamentos de gobierno y consumados con una ferocidad inaudita.
Además de otros, de los que fueron víctimas: Periodistas, militantes políticos y hombres de armas, durante los 11 golpes de Estado que asolaron aquella “década infame”. Y todo con la complaciente mirada de los hombres de la Alianza, ocupantes del territorio y “guionistas” de cuanta maldad pudieran agregar a la tragedia paraguaya de aquellos momentos.
Salvo alguna esporádica bocanada de inteligencia, honestidad, y sentido humanitario que algún despistado actor político nos regalara en aquellos tiempos, los paraguayos nos concretamos entonces en una sociedad meramente contemplativa.
Con la costumbre de privilegiar “la malicia del militante antes que las virtudes del estadista”. Reacios a cualquier actitud que nos acerque “… al bien, la honestidad, la fe, el decoro, la amistad, la virtud y el sacrificio. (…) la solemnidad del juramento y la moralidad de las acciones”, como certeramente expusiera Eloy Fariña Núñez en su “Canto Secular” de aquellos tiempos. En la actualidad sin embargo, pareciera que el espíritu de derrota sigue campante entre nosotros aunque ya no fuera consecuencia de ninguna guerra.
Deberíamos confiar no obstante que el retorno hacia ese Paraguay que fuimos, tiene sus tiempos contados y varios caminos posibles de retorno. Enrevesados, sinuosos, escondidos entre la maleza de los vicios que nos atosigan, aunque posible de ser hallados mediante las virtudes que nos caracterizaran en otro tiempo.
Porque no deberíamos dejar de pensar con esperanzas, que aquella nación encendida, el Paraguay sagrado de los guaraníes, protagonista esencial de la libertad de América y heroico defensor de su soberanía y derechos, tendrá que resurgir de la oscura noche en que se sume y “… desde el remoto fondo de la historia” … reverdecer su nombradía.