Jorge Daniel Codas Thompson
Analista de política internacional
Desde la toma de mando de Xi Jinping como presidente de la República Popular China en 2012, el ascenso del gigante chino al puesto de segunda economía mundial y su creciente asertividad en varios escenarios geopolíticos ha venido generando preocupación en los círculos de poder de los Estados Unidos. Los recuerdos de la Guerra Fría con la Unión Soviética, que venía quedando cada vez más en el pasado para los líderes norteamericanos, han comenzado a emerger de nuevo. Si bien existe una significativa reticencia de un sector del establishment en Washington a tomar decisiones que impliquen una nueva Guerra Fría y creen que las sanciones por medio de aranceles más altos para numerosos productos chinos y la prohibición de exportación de bienes estratégicos de alta tecnología arriesgan a exacerbar las diferencias con China, tanto el presidente Trump como el presidente Biden han implementado duras sanciones a dicho país. Los tomadores de decisión de línea dura hacia Beijing expresan que es lamentable que aquellos con posturas más conciliadoras prefieran abstenerse de condenar a China por sus provocaciones geopolíticas a sus vecinos y sus violaciones a los derechos humanos. Ciertamente, una Guerra Fría es una alternativa mucho mejor que una guerra caliente. La clave estará en la gran estrategia (combinación de medios diplomáticos, económicos y militares) que adopte Estados Unidos para lidiar con el ascenso chino.
La competencia entre Estados Unidos y China, en el contexto del notable crecimiento de las capacidades políticas, económicas y militares de Beijing no tiene en sí misma una connotación negativa. Ambas superpotencias se encontrarán compitiendo por el acceso a mercados y la consecución de alianzas con las distintas regiones del orbe. Es natural que Beijing y Washington compitan, sobre todo en los mercados globales. Sin embargo, la competencia puede tornarse destructiva, conduciendo a una guerra con consecuencias potencialmente devastadoras en términos de pérdidas humanas y materiales, echando por tierra lo logrado en las últimas décadas en materia de comercio internacional, inversión extranjera y bienestar material, sobre todo en Occidente y Asia.
Cuando una potencia en ascenso se enfrenta a una en declive relativo, la violencia siempre es posible. Esto es lo que se conoce como la Trampa de Tucídides. Tucídides fue un general e historiador ateniense que describió las reacciones de Esparta, potencia dominante que respondió de forma violenta al ascenso de Atenas, en lo que se dio en llamar la Guerra del Peloponeso (431 AC a 404 AC). Históricamente, las transiciones hegemónicas han implicado enfrentamientos bélicos, siendo el traspaso pacífico de supremacía de Gran Bretaña a los Estados Unidos uno de muy pocos casos en la historia. Durante el periodo previo al Gobierno de Xi Jinping, numerosos analistas, tanto en occidente como en China, creían posible una coexistencia pacífica entre ambas potencias.
Esta expectativa terminó abruptamente con la elección de Xi como líder de China en 2012. El nuevo líder chino trajo al escenario político su visión de China como centro del poder mundial, tal como lo había sido por miles de años en Asia. Inspirado por el estancamiento económico y social de Occidente desde la Gran Recesión de 2008, Xi ha denunciado las múltiples vejaciones a la que fue sometida China por occidente durante más de cien años hasta el ascenso al poder del Partido Comunista Chino bajo el liderazgo de Mao Tse Tung en 1949. Este periodo, conocido como el Siglo de la Humillación, marcaría a fuego la actitud de Mao, como lo haría en el caso de Xi treinta y seis años después de la muerte del primer líder comunista de China.
La actitud de Xi Jinping implica que las tensiones entre China y Estados Unidos podrían pasar de una guerra fría a un conflicto armado, con seguras consecuencias devastadoras en términos de víctimas, destrucción material y pobreza. Por ende, los líderes de Estados Unidos tienen la misión de mantener las tensiones dentro de los parámetros de una Guerra Fría, conteniendo la conducta china en cuanto a la desindustrialización estadounidense por medio de subsidios a las exportaciones chinas, el robo de propiedad intelectual y las provocaciones geopolíticas a aliados de Estados Unidos en Asia. Por más tensiones que puedan generarse, es fundamental evitar que la Guerra Fría se transforme en un conflicto bélico.
Evitar una guerra caliente no será fácil, ya que Xi tiene como visión una intensa competencia geopolítica con los Estados Unidos. En este sentido, el líder chino interpreta que China no alcanzará todo su poderío potencial si se mantiene el sistema liberal internacional basado en reglas, implementado bajo liderazgo norteamericano luego de la Segunda Guerra Mundial. Para los líderes estadounidenses de las décadas de 1980 y 1990, China iría a ocupar, con el paso del tiempo, el sitial de primera potencia económica mundial, quedando Estados Unidos como potencia dominante en lo diplomático y militar. Esta visión no es aceptable para el líder chino, quien considera que restringir el poderío político, militar y diplomático de China es inaceptable.
Xi ha estado desafiando a los Estados Unidos en los conflictos entre Rusia y Ucrania y entre Israel e Irán. En el caso de Rusia, el régimen de Xi se ha negado a condenar la invasión a Ucrania, y existen evidencias de que China está proveyendo material de doble uso civil-militar a Moscú. Al mismo tiempo, China se ha erigido en un importante proveedor de tecnología militar a Irán, a más de ser ya su principal comprador de petróleo. El apoyo de China tiene importantes consecuencias geopolíticas en Medio Oriente, pues implica de modo indirecto el apoyo a las entidades subsidiarias terroristas de Irán, particularmente Hamás, Hezbollah y los Hutíes en Yemen. El apoyo a estos últimos implica un significativo efecto desestabilizador en cuanto a las rutas marítimas de la región. Asimismo, China ha venido redoblando su actitud agresiva hacia sus vecinos en el Mar del Sur de China, provocando preocupaciones respecto a la libre navegación en dicha zona, clave para el comercio internacional.
Al mismo tiempo, China está enfrentando numerosos desafíos domésticos, los cuales puede provocar una conducta potencialmente agresiva o conciliadora, dependiendo de la política de Washington hacia Beijing. La desaceleración económica, la crisis del sector inmobiliario, el alto desempleo juvenil, la persecución a ejecutivos chinos y extranjeros por supuestas causas relacionadas a la corrupción, el arresto de importantes miembros del Partido Comunista Chino y la pérdida de inversión extranjera directa están dejando a Beijing significativamente expuesta a sanciones por parte de Estados Unidos. En particular, China necesita que Estados Unidos revierta su posición asertiva respecto a ciertos temas estratégicos para Beijing, en especial la prohibición de exportación de productos de alta tecnología para la fabricación de semiconductores, y los altos aranceles impuestos por los presidentes Trump y Biden a numerosos productos chinos, sobre todo, vehículos eléctricos, paneles solares y baterías de litio.
Es fundamental no considerar una Guerra Fría como una guerra caliente manejada de forma moderada. En particular, es de suprema importancia distinguir entre una respuesta proporcional a actos inamistosos de China, y una dinámica de conflicto ideológico intenso por el solo hecho de lidiar con una potencia nominalmente comunista. Más aún, como lo demuestran las iniciativas de cooperación durante la pandemia y respecto al cambio climático, Estados Unidos y China pueden encontrar instancias de mutuo beneficio que generen confianza entre ambos. Por ende, una Guerra Fría entre Estados Unidos y China mantendría la relación entre ambos países en una dinámica de competencia y conflicto dentro de las reglas del juego establecidas entre ambas potencias, previniendo el escalamiento a un enfrentamiento bélico.
Sin embargo, dado el hecho de que la relación entre ambas potencias estará marcada por una dinámica de conflicto a largo plazo, Estados Unidos debe tener como máxima prioridad, el no volverse dependiente de manufacturas estratégicas, cadenas de valor, tecnologías y minerales críticos de Beijing. Precisamente, China está realizando un denodado esfuerzo para volverse estratégicamente independiente de la tecnología estadounidense, particularmente, la utilizada en el plano militar. Asimismo, deben delinearse reglas del juego claras para gestionar el conflicto, estableciendo lineamientos concretos sobre sobre aquellas conductas del gobierno chino que serán aceptadas y cuáles no. El único caso en que la ambigüedad estratégica estaría recomendada es el de Taiwán, previniendo así que tanto la isla como China tomen conductas temerarias que provoquen el inicio de un enfrentamiento bélico. Estados Unidos debe, asimismo, dejar en claro que no permitirá intervenciones en los procesos electorales propios o de sus aliados.
Estados Unidos triunfó en la Guerra Fría contra la Unión Soviética. Sin embargo, dicha victoria fue el producto de un coordinado plan de acciones económicas y militares que terminaron por contribuir a la caída de la superpotencia soviética. La nueva Guerra Fría con China requerirá de una dinámica que contemple estrategias similares, cuidadosamente calibradas para prevenir que esta se convierta en una guerra total.