–Señor, le queremos hacer una encuesta…
–Anínati… Ahí mi kape lo que quiere hablar.
–Dale siqué, señor –dice la encuestadora con sonrisa pícara–. Somos de Gallup…
–¿Mba’e? ¿Ja’u?
–No, Gallup. ¿Es feliz?
Convencido por los ojos turquesa de la joven, el sorprendido encuestado medita calladamente entre sorbo y sorbo de tereré; después de unos largos segundos contesta: –Y sí mba’e… No me puedo quejar y si me quejo, al pedo luego es. Así que soy feliz…
De tanto en tanto nos sorprendemos con la noticia de que encabezamos sondeos que nos ubican entre los países más felices del mundo.
Básicamente, estas encuestas miden el nivel de satisfacción personal por las experiencias positivas o negativas que experimentan en sus respectivos países los consultados.
El resultado positivo arrojado parece ser otra muestra de nuestra atávica indolencia. Aunque otros hablan de que somos felices de puro inconscientes.
Pero en verdad tenemos todas las condiciones como país para ser realmente dichosos.
La última gran contienda fue el de la Guerra Civil del 47, hace más de 70 años. Hay homogeneidad racial y, en muchos casos, hasta social. Es decir, hay ascenso social, aunque se eche mano a recursos no del todo honestos.
Las inundaciones son las únicas catástrofes naturales que nos afectan cada cierto tiempo. Y sufrimos sus efectos por nuestra incapacidad de pensar un poco más allá de fin de mes o del asado del domingo.
Tenemos acceso fácil a diversos bienes. En cualquier chabola de morondanga se lucen las antenas parabólicas. Aunque hay miseria, es muy difícil que alguien se muera de hambre. Existe el acceso al trabajo y sueldo digno para los incautos que quieran trabajar o que no tengan algún padrino que les coloque en un puesto con más ingreso que responsabilidad. Aunque la mayoría se vuelca a la informalidad. El método más bajo es el de la vagancia, donde muchos aprendieron a sobrevivir.
Estamos aprendiendo a resolver nuestros conflictos políticos de forma más o menos civilizada. La Policía ha dejado de torturar y las FFAA de hacer golpes de Estado. Pero, por las dudas, hay que tenerlos vigilados.
Si bien no existen las siete mujeres para cada hombre u otro tipo de utopía barata, vivimos en un contexto de tranquilidad social y política y de relativa estabilidad económica que nos ayudan a formar nuestra peculiar versión de la felicidad.
En ese raro equilibro emocional resaltan algunos componentes como la corrupción y la mediocridad. Estos elementos nocivos son menos dañinos cuando no se exagera su dosis. Ahí está el secreto de lo que damos en llamar felicidad, a falta de conocer algo mejor.