Cuando Osvaldo Zaracho (21) arrolló a su ex novia Katya Brítez (20), el país contuvo su aliento y por un momento se habló un mismo idioma. El crimen salvaje fue una bomba de racimo que impactó en la sociedad y puso bajo la lupa a los organismos estatales que debían protegerla pero no lo hicieron. El Estado le falló. Ahora está muerta y se suma a la lista negra de los feminicidios en un país cuyas autoridades se niegan a aceptar una realidad lacerante y se pierden en inútiles debates semánticos.
Katya no fue una víctima silenciosa. Ella hizo lo que el Estado aconseja que debe hacer toda mujer víctima de violencia machista. Su caso cumplió el itinerario institucional: la Policía, la Fiscalía y el Poder Judicial, pero se traspapeló en la ineficiencia y la indolencia de un Estado que se niega a considerar la gravedad de la violencia de género y sus terribles consecuencias.
La primera reacción en el Congreso fue la presentación de un proyecto de ley que declara “Emergencia Social ante la violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes y establece mecanismos urgentes de prevención, promoviendo cambios culturales, a través de talleres y campañas de concientización de igualdad de género entre hombres y mujeres”. Tuvo impacto por el sorpresivo apoyo de la senadora cartista Lizarella Valiente, quien se opone a cualquier política con perspectiva de género.
Se manifestó en redes la primera dama, Leticia Ocampos, sobre la necesidad de luchar contra el mal y tuvo el apoyo del presidente Santiago Peña.
Se instalaron las mesas interinstitucionales. Al unísono dijeron: no más feminicidios.
Desde el Ministerio del Interior desempolvaron el uso de las tobilleras electrónicas como herramienta para casos de violencia familiar. El uso del dispositivo ya fue aprobado por ley hace años, pero nunca pudo aplicarse porque las instituciones involucradas no se ponían de acuerdo sobre quién debía hacerse cargo, tanto económica como operativamente, como triste testimonio de la falta de voluntad política para combatir este flagelo que causa la muerte de al menos 3 mujeres por mes con sus dolorosas implicancias sociales, como los niños que quedan huérfanos. Con la madre muerta y el padre preso, en la mayoría de los casos, deambulan por casas de acogida o algún pariente que se apiade de ellos.
QUE NO SE DILUYA EL ESPANTO. Tres días después del caso Katya, otro horrendo feminicidio se registró en Ciudad del Este. Norma Rotela fue asesinada por su esposo Leonor Meaurio en plena vía pública. Él se suicidó posteriormente. Ella también pidió ayuda al Estado. Lo denunció ante la Fiscalía, pero Meaurio ni siquiera fue imputado.
Y así, miles de casos que se acumulan en los anaqueles del Ministerio Público. Vidas en riesgo entrampadas en la maraña institucional que entre la desidia y la falta de recursos da pocas respuestas.
Estos nuevos casos deben modificar la mirada de la solución del problema. Más que en nuevas leyes, que no generan soluciones por arte magia, hay que poner foco y esfuerzo en las leyes existentes y cuya efectividad depende no solamente de los recursos económicos, sino de la convicción profunda de admitir el problema.
Es común escuchar a las víctimas de violencia de género sobre el maltrato que reciben cuando deciden acudir a una comisaría, o cuando piden auxilio a un fiscal para acelerar su caso porque su vida corre peligro, o cuando un juez libera al potencial asesino. Se minimiza porque los operadores del sistema de protección no internalizan la problemática, no consideran un delito grave y por ello los procesos son lentos. Y generalmente ya es demasiado tarde. Cuando es irreversible.
Por ello, ante la conmoción generada por el brutal arrollamiento de Katya, las autoridades deben ponerse de acuerdo sobre las causas de la problemática y asumir que la solución no pasa solamente por nuevas leyes o tobilleras electrónicas. Se trata de entender la raíz de este flagelo, que la violencia de género se sustenta en las desigualdades de poder y la dominación masculina sobre las mujeres y que el feminicidio es la cúspide de ese exceso de poder.
Si no se comprende que las conductas violentas en función al género están naturalizadas y legitimadas por la cultura machista, no habrá tobilleras ni barrotes que detengan al feminicida.
Por ello, el debate no se agota en el sistema penal. Para modificar la cultura machista que degrada, que mata, se necesita trabajar en los valores democráticos, entendiendo que hay que visibilizar a la mujer en toda su dimensión de derechos, en un cambio de creencias discriminatorias y violentas. Y aquí la educación es clave. ¿Hay voluntad política para trabajar en la erradicación de este flagelo que llevará años y muchos gobiernos?
Si la voluntad, si los esfuerzos genuinos, sinceros apuntan a combatir el feminicidio, entonces se rechaza la violencia machista y cambiar esa situación es modificar la cultura de la discriminación y violencia normalizada por la desigualdad. Como lo establece el artículo 48 de la Constitución, que sabiamente establece que el hombre y la mujer tienen iguales derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales, y exige al Estado promover las condiciones y crear los mecanismos adecuados para que la igualdad sea real y efectiva.