Esta fue la interrogante del pueblo de Israel cuando era llevado cautivo a Babilonia en medio de asimetrías de información e incertidumbre sobre el futuro. No tuvieron un líder que les dijera, vamos a estar mejor, la promesa del gobierno que se inicia. La historia del Paraguay en los últimos cincuenta años, desde el boom de Itaipú, es la narrativa de un sueño permanentemente interrumpido. Este es el contexto que recibe al nuevo Gobierno del presidente Santiago Peña. Un escenario que presenta características de decadencia institucional, incertidumbre geopolítica global, elevadas tasas de interés, déficit fiscal, cambio climático, legislativo mediocre, enorme desigualdad y polarización política.
Su gran desafío será devolver al Estado su naturaleza pública, hoy cautivada por el capitalismo de secuaces, y mejorar la calidad gerencial del gobierno, clientelista e ineficiente.
Será que los presidentes del Paraguay tienen algún sentido de su misión histórica. Será que entienden su papel como cargo político, empleo o llamado. El papel aspiracional de la política es el de transformar la realidad. Es la metafísica del poder. El Paraguay es una sociedad decadente que se encuentra hoy frente a su cuarta oportunidad de desarrollo considerando los últimos cincuenta años. La épica será la gestión y la recuperación del Estado de derecho. Las grandes oportunidades han sido: 1. El boom de Itaipú iniciado en 1973; 2. La democracia de 1989; 3. La alternancia del 2008 y ahora llega el; 4. Vamos a estar mejor.
Observando estos puntos de inflexión, el Paraguay podría considerarse una nación postergada. La del eterno retorno de Nietzsche. El boom de crecimiento de más de dos dígitos del siglo pasado apenas sirvió para una casta enriquecida denominada barones de Itaipú. No hubo desarrollo. La democracia tutelada de Rodríguez trajo libertad de expresión, pero no democratizó la oferta ni la demanda. El periodo del 2003 al 2013 significó una década ganada de crecimiento, pero sin justicia social. La enorme migración a España en este periodo demuestra que el PIB con 4% exponencial de incremento –fortaleciendo los fundamentos macroeconómicos y acompañando el viento de cola de los commodities– no sirvió para mejorar la calidad de vida de los paraguayos. La década perdida del 2013 al 2023, con crecimiento medio de apenas 2% en el producto, pandemia de por medio, descompuso el equilibrio fiscal, monetario y cambiario, endeudando al país hasta niveles del 35% sobre el PIB, insostenible, con apenas 10% de presión tributaria. Mientras tanto, la pobreza extrema aumenta en las ciudades, los mercados del crimen permean las estructuras del mismo Estado y la desigualdad agudiza la polarización política. Al país ya lo consideran casi un narcoestado con niveles de corrupción significativos.
El modelo desde el siglo 21 en adelante se caracterizó por el primitivismo productivo y el capitalismo de secuaces, con escaso mercado. El primitivismo productivo se caracteriza por extraer la riqueza de la tierra, de modo fácil, en vez de generarla de un modo más difícil, pero sostenible, de la inteligencia humana; de donde el mundo genera su mayor bienestar, la economía del conocimiento. Además, este modelo, el del primitivismo, tiene el sesgo del triple equilibrio fiscal, monetario y cambiario, solo para obtener la confianza del mercado financiero internacional, con el único objetivo de poder emitir deuda para mantener el equilibrismo macro, hasta para comprar remedios para la salud pública y pagar salarios de funcionarios. En los últimos diez años la deuda pública se multiplicó por cinco. Por otro lado, el crecimiento primario viene con el combo de promesas de goteo, trickle down incluido, lo que nunca se cumple. Todo esto resulta en un crecimiento con desigualdad, que tiene consecuencias políticas, porque los que tienen más están sobrerrepresentados en las instancias de poder, y siguen comprando y ganando elecciones, de modo tal que los que tienen menos viven subrepresentados, sin ninguna influencia en las políticas públicas. El escenario se completa con programas de promoción y protección social, como Tekoporã, lo que le dora la píldora a los empobrecidos que viven en la ignorancia, aplaudiendo desde las graderías.
Las características del capitalismo de secuaces, sin mercado, suponen fundamentos de afinidad de élites, con puertas giratorias donde personajes se pasean entre el sector público y privado sin ningún tipo de pudor, en medio de tráficos de influencias en función a sus intereses particulares y a los de sus compinches. Además, en vez de cambios en el statu quo, aparecen golpes palaciegos, como el de 1989, que no trastorna los patrones. Al contrario, mudan cosméticamente a los detentores del poder real, llenando los cargos en los organigramas del Estado, como un club de exas, de colegio o facultad. Se adiciona al modelo de secuaces, una clase política que ha convertido a los partidos políticos en puras máquinas electorales con el único objetivo de llegar al poder, y crear normas para vender su incumplimiento, al sector privado, que lo paga gustoso y conforme por los servicios prestados. Se convierte así a la actividad política en la actividad más lucrativa de toda la economía paraguaya. Como ejemplo, se ha transformado al territorio nacional en un aguantadero de la mafia brasileña. Esto significa la ausencia de un Estado de derecho, menos aún soberano. En vez de eso, el Estado paraguayo se parece más a una especie de protectorado al servicio del sector informal y criminal de la economía del Brasil.
Este modelo consolidó un grado de agotamiento a partir del 2013 con el debilitamiento del viento de cola de los commodities, perdiéndose otra oportunidad de cambiar la matriz productiva paraguaya, lo que habría significado poder llevar al aparato productivo nacional hacia bases tecnológicas, densas en ciencia y tecnología, como ya se expuso más arriba, hacia la economía del conocimiento.
La reforma del Estado es un ideal largamente esperado. La última vez fue cuando la pandemia, de la mano del vicepresidente. Las personas que se entregan a ideales raras veces realizan algo porque los ideales son retóricos. Los ideales difieren del significado de misión y mucho menos responden a un llamado. Por tanto, el problema no es la persona. El problema es el modelo. Todos los partidos políticos tienen idearios, y a cada cinco años nos prometen de todo, un programa de gobierno para llegar a la sociedad ideal, que luego no se realiza. Nuestro problema, repito, no es cambiar a Andrés, Nicanor, Fernando, Horacio y Mario por Santiago. Nuestro problema es la matriz y la moral productiva del Paraguay. El déficit fiscal, la pobreza, el desempleo, la elevada deuda, etcétera son síntomas de una infección subyacente a un modelo que funciona por debajo del pleno empleo.
En su discurso inaugural, el presidente Peña dijo que el Paraguay ya fue una gran nación y que tiene un designio de grandeza que él pretende recuperar. Sin embargo, la grandeza de una nación no se mide por sus historias guerreras, por su territorio, por la riqueza de sus gobernantes, etc. Se mide por la profundidad de sus raíces morales. El descalabro de la conciencia moral primaria denunciado por las agencias calificadoras que otorgan el grado de inversión es concluyente. Al Paraguay le falta mejorar su estado de derecho y fortalecer la calidad de sus instituciones. Una nación tolerante con un ex presidente, un vicepresidente y otros funcionarios de menor rango, declarados como significativamente corruptos por la mayor economía de mercado del mundo desarrollado, no podrá cambiar su moral productiva para cumplir la promesa de que vamos a estar mejor. Para dar el gran salto al desarrollo, el Paraguay necesitará que Santiago se convierta en un Daniel dentro del nuevo Gobierno, para que repliegue el poder del Nabucodonosor, y responda con hechos concretos a la pregunta que encabeza este comentario. Saludos cordiales.