Las Fuerzas Armadas es una de esas instituciones que, en circunstancias normales, no se sabe muy bien qué hacer con ellas; hasta que, por los insondables avatares del caprichoso destino, se vuelve irremediablemente necesaria.
La democracia, como el menos peor de los sistemas políticos, debe encontrar una función clara, útil, eficiente, profesional y sujeta a precisos principios democráticas para su cuadro castrense.
Uno de esos principios es sin lugar a dudas el respeto de los Derechos Humanos en toda la extensión de su significado. Fundamentalmente debe haber una tolerancia cero a la tortura.
El país no puede darse el lujo de contar con una cueva de sátrapas con galones expertos en humillar al de menor rango por el simple hecho de ser un menos antiguo. Es peor si siquiera se tolera un comportamiento de esa calaña en la principal academia castrense.
Los cachorros de leones –o fuera el mote exagerado y autoindulgente que tienen los cadetes de la Academia Militar (Academil)– no pueden comportarse como vástagos de hienas. Ni la decencia ni las leyes nacionales e internacionales ni la memoria de los legítimos héroes castrenses pueden permitir semejante afrenta.
Si entre camaradas se da tamaño comportamiento, ¿que puede esperar al resto de la sociedad?
La heroicidad de los militares del pasado contrasta patéticamente con la forma de ser de algunos uniformados del presente. No solamente nos referimos a los casos de torturas en la Academil sino también, para remontarnos a lo sucedido hace solo unos meses, el escándalo en la Armada en que los efectivos dieron cobertura a contrabandistas.
Los que tenemos memoria del stronismo sabemos que las Fuerzas Armadas se destacaban en su eficiencia para controlar las fronteras, pero para cobrar peaje o custodiar el contrabando de los poderosos de turno. Y eso que no nos detenemos a hablar de la acusación de narcotráfico del que endilgan a algunos padres putativos castrenses de esta democracia renga. Tampoco mencionemos cómo algunos de sus hombres han mostrado históricamente que les importa tres cominos la democracia cuando ella intercede con sus alocados delirios de grandeza. Que la historia los juzgue, si es que quiere.
Los hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas no se merecen una institución en que la tortura es la normalidad. En el ámbito civil, sobre todo entre los militares frustrados (como parece ser el senador Tony Apuril que a veces cree que está en un sketch de Ab Ovo y trata de justificar de alguna forma los deleznables hechos), se debe entender que aparte de ilegal la tortura es innecesaria y hasta estúpida.
La humillación, el sometimiento, el castigo físico vil y cualquier sandez por el estilo no fortalece el carácter del conscripto, no templa su cuerpo y menos su espíritu. Lo vuelve en todo caso cobarde o resentido o, peor, una mezcla de ambos que le hace incapaz de cumplir con sus deberes militares.
Mientras el mundo está inmerso en la ciberseguridad, los misiles hipersónicos, los drones de uso militar nosotros seguimos varados en la vulgaridad del apysarapo.
A veces, como país atrasamos tanto, que duele.