Conseguir un buen empleo nunca fue fácil, menos para un joven sin experiencia previa. En estos momentos, vemos cifras que indican que el desempleo está en aumento y el trabajo informal casi normalizado. Esta situación debe impulsarnos a repensar cómo se está formando a las nuevas generaciones para enfrentar el mundo. Porque formar no es solamente enseñar habilidades, sino también cultivar hábitos, carácter y sentido de responsabilidad. De esta forma, el trabajo cumple el rol de dignificar, exigir, moldear y preparar para desafíos mayores.
Pensemos en el caso de Ricardo, un joven inteligente, sano y con buena educación básica. El padre, preocupado por su porvenir, recurre a un conocido con influencia política para ubicarlo en una institución pública. Así, Ricardo empieza a trabajar, con un salario algo superior al mínimo y sin presiones significativas por rendir resultados.
Al principio, agradece la oportunidad. Pero con el tiempo se adapta al ritmo lento, tareas repetitivas, ausencia de metas y evaluaciones. Empieza a jactarse, incluso, de su “suerte”: Gana sin que le exijan demasiado. Se convence de que ha alcanzado una estabilidad que muchos envidiarían. Sin embargo, esa sensación de confort es –en puridad– un ancla invisible.
La realidad es otra; si mañana decidiera salir de ese entorno y postular a un empleo en el sector privado, sus años en la burocracia estatal no serían una ventaja, sino un obstáculo. En un mercado cada vez más competitivo, las empresas privadas valoran la experiencia productiva, la capacidad de resolver problemas, la actitud proactiva. Nada de eso se cultiva en ambientes donde la exigencia es mínima y el mérito irrelevante.
Este ejemplo no es aislado. Es uno de tantos motivos por los cuales el Estado debería centrar sus esfuerzos en incentivar al sector privado como motor de empleo genuino. No se trata de abandonar la función pública, sino de asumir que su rol debe ser el de regulador, facilitador y garante de oportunidades reales, no el de empleador por compromisos políticos.
El empleo en empresas formales enseña a trabajar bajo presión, respetar normas y cumplir objetivos. Forma personas con más herramientas, más adaptables y con visión de futuro. Incorporar a los jóvenes en este tipo de entornos es apostar por su verdadero desarrollo profesional.
Los recursos públicos, de por sí escasos, son malgastados. En la administración estatal, no se percibe intención alguna de frenar el ingreso de nuevos “recomendados” a sus planillas. Sencillamente, no se atreven a asumir el costo político de decir ¡basta! a la cultura del favor. Pero existe un daño mucho peor aún. Es el que afecta a estos jóvenes que, sin saberlo, son inducidos a este camino hacia la inercia y la irrelevancia laboral.
Se hace necesario y hasta urgente revertir esta lógica improductiva. Para ello, la voluntad política genuina tiene que aparecer de una buena vez. Y puede y debe apoyarse en una alianza firme con la iniciativa privada, que ha demostrado sobradamente ser capaz de generar empleos auténticos, exigentes y de formación constante. Solo de esa manera, formaremos jóvenes verdaderamente preparados para enfrentar y construir el futuro.