06 mar. 2025

Francia celebra la muerte

El pasado 8 de marzo, el jefe del Estado francés, Emmanuel Macron, presidió la ceremonia de sellado de la Constitución de ese país, que ahora incluye una referencia a la libertad de abortar. Es decir, la decisión de eliminar una vida humana en gestación es ahora un derecho constitucional en Francia. Se trata de un hecho grave. Un paso más hacia la deshumanización de Europa.

Primero, porque una sociedad que desprecia la vida humana –un derecho fundamental y básico en cualquier civilización– nada menos que en su Carta Magna, es una sociedad en decadencia. Ninguna nación podrá progresar sanamente si tiene como norma fundamental “la libertad” para matar al semejante, simplemente porque aún no ha nacido y, por tanto, es inofensivo, incapaz de defenderse, de emitir palabras y tratar de justificar su existencia.

Es un rostro fácilmente ignorado. No en vano se prohíbe en varias clínicas de aborto que las madres vean en el monitor los movimientos o el rostro de su hijo o hija que piensa eliminar, así como tampoco están interesados en que escuchen los latidos del corazón del feto, esos que ya están activos desde la sexta semana de gestación; cuando el embarazo incluso podría no aún no ser confirmado por la mujer.

Y en segundo lugar, Francia está pervirtiendo los ideales de la Revolución Francesa: Libertad, igualdad y fraternidad. En efecto, cómo puede ser un acto de “libertad” que una mujer tenga el derecho de destruir una vida humana; esa que está demostrada a través de los avances de la ciencia y la tecnología. Si mi decisión “libre” vale más que la vida del otro ser humano, igual que yo –según lo demuestra la medicina– entonces algo de perversión hay. Esto, sin mencionar que de esta manera Francia desprecia la ciencia y su contenido racional, y apuesta por el oscurantismo.

Por otro lado, cómo se puede hablar de igualdad, si no se respeta el derecho más básico y elemental del otro sujeto. Y, en este mismo sentido, valdría preguntarse si es posible construir un mundo fraterno o la fraternidad, promoviendo el asesinato de seres humanos inocentes, poniéndolos como personas de segunda clase, solo por el hecho de no haber nacido, como lo demuestran los avances de la genética.

Un país no se vuelve más avanzado, progresista o moderno, y menos aún, más libre, consagrando la muerte como derecho en su constitución y luego celebrando la capacidad legal de sus mujeres de destruir a los hijos en su vientre. Algo no cuadra en esta lógica.

Muy por el contrario. Una nación se vuelve grande cuando promueve la existencia del otro, del diferente, y defiende la de aquellos más inocentes e indefensos. Un país es más civilizado cuando acompaña y protege a las madres que están atesorando en su cuerpo a otro cuerpo igual que el suyo, pero mil veces más frágil.

Un Estado se hace grande, no cuando se llena la boca de discursos sobre la libertad y derechos, y desprecia la sangre de inocentes que mancha miles de clínicas, sino cuando comprende que no puede erigirse como dueño de ningún ser humano y de su vida, por más pequeño y aparentemente inútil que sea. Porque urge entender que la vida es un misterio más grande de aquello que los políticos y sus reductivas y mezquinas ideologías son capaces de definir como bueno o malo.

La vida humana es y será siempre sagrada, con un alcance y una proyección imposibles de determinar. Nadie puede afirmar “este ser humano no vale la pena que nazca”. Una nación no avanza promoviendo leyes deshumanizantes, sino comprendiendo el valor del ser humano y aceptando los avances de la ciencia por encima de las ideologías de turno.

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