Era mediados de los 90 del siglo pasado y la parada de taxi donde trabajaba a la madrugada tenía una ubicación privilegiada para llevar a Luque a aquellos que se quedaban sin ómnibus. Uno de estos luqueños trasnochadores era Efrén Kamba’i Echeverría, quien a veces se sentaba con nosotros y demás habitués de la parada a rasguear algunas composiciones, antes de tomar el taxi que lo llevaría a su casa sin costo alguno, pues el servicio ya fue pagado con música maravillosa salida de su guitarra y sus manos.
Lo escuchábamos en corro, maravillados, porque además de su proverbial talento como artista se le sumaba el aura de ser un músico reconocido al cual teníamos el honor de acoger por unos momentos. Alguien que había tocado en escenarios que ninguno de nosotros hubiese jamás imaginado, se sentaba en un banquito a la intemperie y tocaba temas que todos conocíamos porque eran parte del repertorio popular de todas las emisoras radiales que los taxistas de la madrugada obligadamente conocíamos. Risueño, humilde, jamás demostraba ese aire de superioridad al que algunos artistas sucumben, pues se reconocía entre nosotros como un obrero más, alguien que conocía los rigores del trabajo a deshoras y otras penurias del paraguayo promedio.
Gracias a los gajes del oficio como periodista de Artes y Espectáculos del diario Última Hora, lo volvería a ver en varios festivales y homenajes a su trayectoria. En esos años sabría un poco más de él, de sus características únicas como guitarrista y de su lucha por tener una vida digna. Kamba’i, alguien que figura en libros de historia musical, sobre quien se han hecho documentales y que fue reconocido nacional e internacionalmente con honores y títulos, en realidad se ganaba la vida como portero. Ahí comprendí por qué se lo veía a veces por la parada de taxi a horas donde la mayoría duerme y solo unos noctámbulos se ganaban el pan; esa sonrisa y forma de aplaudir a su público, sus sencillas palabras en castellano y en un fluido guaraní, todo eso me recordaba aquellos momentos en que compartió su maestría y bonhomía con nosotros.
Don Efrén corrió la suerte de muchos artistas paraguayos y murió en la pobreza. Sus composiciones originales y sus actuaciones no le alcanzaron materialmente. No fue el primero ni será el último paraguayo que no puede vivir del arte a cabalidad, sino solo a medias y, a veces, ni eso. Es cierto que perteneció a una generación que ya no conoció las redes sociales, ni el márketing mass-mediático y otras opciones donde los artistas nuevos se rebuscan. Fuera de su talento como intérprete, solo contaba con la amistad de algunos gestores culturales y periodistas que lo ayudaban y lograron que, al menos, fuera reconocido en vida y lograra una pensión graciable.
Quiero creer que se fue con la conciencia de saber que mucha gente lo apreció y lo seguirá haciendo a través de su música, por medio de aquellas composiciones que él creó desde el imaginario de tierra adentro y que tanto nos identifican. Sonarán siempre y de esa manera, como todo artista, será inmortal a través de su legado creativo. Es su mejor victoria sobre esta vida y esta tierra que aún no aprende a ser agradecida como debe ser con sus hijos dilectos.