Las inéditas protestas en Cuba reavivaron una discusión que dura mucho más que medio siglo y que constituye un parteaguas ideológico. ¿Esas imágenes de la gente en las calles manifestando su descontento con el gobierno significan que la estrategia que Estados Unidos utiliza desde hace sesenta años por fin está funcionando?
Las sanciones y restricciones económicas, financieras y comerciales que Estados Unidos impone a Cuba son llamadas “embargo” o “bloqueo” según cuál de las partes se refiera a ellas. Y su impacto real sobre la economía también es cuantificado de modo distinto por ambos países.
Mientras el gobierno cubano atribuye al bloqueo las dificultades que encuentra su población para conseguir alimentos e insumos que mejorarían su calidad de vida, sus críticos sostienen que se trata de un embargo muy poroso. Dicen que Estados Unidos nunca pudo incluir del todo a las partes extraterritoriales del embargo y que Cuba mantiene relaciones comerciales con muchos países del mundo y ha recibido inversiones extranjeras, sobre todo en el sector turístico.
La discusión envejeció tanto que se volvió anacrónica. El bloqueo ofrecía una justificación imbatible para explicar las insuficiencias de la revolución y un argumento de gran fuerza moral para resistir al imperialismo. Y, enfrente, los sucesivos presidentes de los Estados Unidos –Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush, Clinton, Bush (hijo), Obama, Trump y Biden– repetían que el problema cubano no era el embargo, sino el empobrecedor régimen comunista. Pero ninguno de ellos lo levantó.
Debemos recordar que las primeras sanciones económicas fueron establecidas en 1960 por Dwight Eisenhower en respuesta a la estatización de los bienes norteamericanos y al establecimiento de relaciones comerciales con la Unión Soviética. Desde el inicio quedó claro que lo que se buscaba no era solamente restringir el comercio. Un célebre memorándum secreto del Departamento de Estado señalaba que el objetivo era “emplear todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba (…) para provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
Estados Unidos nunca impuso un embargo tan prolongado a otros países. Es contradictorio afirmar que no sirve para gran cosa pero, a la vez, mantenerlo pese a que la Asamblea de las Naciones Unidas ha condenado de manera casi unánime la medida año tras año desde 1992.
Por eso, no puede negarse que el bloqueo comercial a Cuba ha producido perjuicios económicos y sociales gigantescos a la población de la isla. Pero, por sí solo, no explica los problemas que motivan las protestas de los ciudadanos. El drama cubano es su sistema económico ineficiente. Cuando el subsidio de la Unión Soviética se vino abajo, observadores de todo el mundo aseguraron que la revolución no sobreviviría. Cuba atravesó las penurias del “periodo especial” de los años noventa abriendo tímidamente su economía al turismo y expandiendo con demasiada cautela un pequeño sector privado. El tiempo demostró que eso no sería suficiente.
Sus impresionantes avances en educación y salud contrastan con una economía centralizada y planificada que no pudo evitar el desgaste en infraestructura y la falta de respuesta a nuevas demandas ciudadanas que el acceso a la comunicación volvió inevitables. El Covid 19 hizo el resto. Si bien la isla respondió mejor que muchos países capitalistas a la amenaza sanitaria –desarrollando, inclusive, sus propias vacunas–, el golpe económico ocasionado por el cese abrupto del turismo fue demoledor.
La revolución no caerá por el bloqueo. Caerá si, desde adentro, los cubanos no logran hacer las rectificaciones económicas y sociales que la calle exige. Mantener el bloqueo es negarse a reconocer que la estrategia ha fallado y que hoy solo sirve para castigar a una población que, como todas las del mundo, se enfrenta a la amenaza de la pandemia.